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le ayudó a subir. Hubiera preferido estar a solas
con él; pero se resignó a la inevitable compañía
del secretario, el cual, adivinando su apuro, se
apresuró a decirle cortésmente que no le causaría
molestia, pues estaba obligado a guardar el más
riguroso secreto.
Tan pronto como el caballo arrancó, don Andrés
Mocquereau entabló la conversación; empezando por
el primer fin de su viaje. Don Bosco lo escuchaba
con los ojos cerrados y contestando siempre: Bien,
bien. Cuando terminó, le dijo:
-En la sacristía de la capilla de las
Religiosas le bendeciré y le daré una medalla y
después rezará cada día tres padrenuestros,
avemarías y glorias con la invocación: María
Auxilium Christianorum, ora pro nobis.
->>Y el próximo domingo, añadió el monje,
tendré que probar a cantar la misa?
-íSí, contestó mirándolo sonriente, pruébelo,
pruébelo!
Pasó enseguida el monje al otro asunto,
entregándole una carta de la señorita; pero, como
leyera con dificultad, don Andrés Mocquereau
pidióle licencia para leérsela él, lo cual
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con vehemencia, subrayando las sílabas donde se
hablaba de la fecha impuesta y de los obstáculos
invencibles, y añadiendo algún comentario.
Terminada la lectura, suspendió el secretario el
rezo del breviario, y acercó el oído a don Bosco
mirándole fijamente. El Santo sonrió con la mayor
tranquilidad, pero no abrió la boca. Entonces el
monje insistió para recabar una respuesta y él,
con mucha calma, le dijo:
-Espere, espere. Tengo que rezar, tengo que
rezar al Señor.
Después de un instante volvió a tomar la
palabra:
-Diga a esa persona: a quien diere le será
dado. Es preciso que antes haga ella muchas obras
de caridad.
Y, después de un breve silencio, siguió
diciendo:
-No es necesario que dé nada a don Bosco. Hay
muchas otras obras, todo un mare magnum;
huérfanos, misiones, etc. Que ella dé y se le
dará; y, mientras tanto, que rece las oraciones
que tiene que rezar usted. Le daré una medalla
para que se la lleve.
Don Andrés Mocquereau era precisamente portador
de cincuenta mil francos para don Bosco de parte
de la señorita.
Habían transcurrido de veinticinco a treinta
minutos, para un trayecto de diez o quince.
Encontraron la calle de la Chaise atestada de
vehículos, coches de alquiler y particulares. Un
denso gentío llenaba el patio de las religiosas.
Cuando don Bosco se apeó, todo el mundo se
abalanzó hacia él; unos le hacían tocar medallas y
rosarios, otros gritaban por todas partes para
recomendarle intenciones o enfermos.
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