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andrajosa, con un niño en brazos, agotado y
moribundo. El rostro descolorido de la madre,
envuelto en un pañolón de tela indiana y su mirada
encendida por un ansioso deseo enternecieron a los
presentes, que, penetrados de respeto ante aquella
personificación de la miseria, se apretaron para
dejarle pasar. La señorita Bethford le abrió al
momento la puerta; pero acababa de cerrarla,
cuando asomó la verdadera Martimpré. La portera se
lamentó del engaño a la vieja, pero ésta se
disculpó diciendo que había creído hacer un acto
de caridad, porque aquella desdichada había
llegado a pies descalzos desde la Bastilla para
que <> bendijera a su hijo. En aquel
instante, salía la pobrecita colmada de júbilo:
don Bosco había bendecido a su enfermito,
prometiéndole que viviría.
Fue aquella una tarde realmente tempestuosa.
Las valientes porteras no sabían cómo
arreglárselas; no había un palmo libre desde el
patio a la biblioteca y, sin embargo, para guardar
el orden había que tratar con guantes a la gente,
pues había que vérselas con un público selecto.
Pero selecto o no, no había sitio para todos en la
antesala ni en la sala, de modo que muchos altos
personajes tenían que esperar en el rellano y en
los peldaños de la escalera. Viéronse entonces
sentadas en los escalones, rendidas de cansancio,
las primeras damas de Francia, como las Rohan, las
Rozenbau y las Frencinet. Ya al atardecer, la
señora de Curzon conquistó una silla junto a la
puerta del descansillo y se sentó en ella para
poder decir una palabra a don Bosco cuando
saliese. Cuando llegó el momento, se abrió la
puerta, la gente se abalanzó por aquella parte sin
miramientos ni discreción alguna. La señorita
Bethford alargó los brazos para proteger a don
Bosco y a la señora Curzon; pero el ímpetu la
arrolló. ((**It16.136**)) Gritó
entonces desesperadamente llamando al secretario
en su auxilio. Acudió éste a toda prisa y contuvo
la avalancha. Una señora prefirió caer al suelo
antes que retroceder. El pobre don Bosco no podía
dar un paso; pero, en medio de la batahola, la de
Curzon se consideraba feliz por haber recibido una
buena bendición, mientras se ayudaba a la caída a
levantarse; también se alegraba por haber oído una
buena palabra del Santo. Una Marquesa, que estaba
aguardando con el coche en el patio, abrió ella
misma la portezuela e invitó a don Bosco a subir,
diciéndole que le llevaría adonde quisiera. Don
Bosco le contestó:
-Se lo agradezco. Le deseo cien coches para ir
al paraíso.
Los ejercicios de las religiosas y el viaje de
don Bosco al norte acabaron con aquel batallar de
cada día. El día veintiuno de mayo volvió por
última vez al palacio de la señorita Sénislhac.
Fue una tarde bastante tranquila. Al entrar,
saludó a la señorita Bethford, y le
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