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Una vez, al final de un gran banquete, entró en
el salón una chiquita para recibir y dar un beso a
cada convidado, preguntándoles si habían comido
bien. Era hija del amo de la casa. Despertóse
cierta curiosidad por ver cómo obraría don Bosco.
El, cuando se le presentó la niña, sacó una
medalla de María Auxiliadora y le dijo:
-Bésala, póntela al cuello y quiere mucho a la
Virgen.
Aquel gesto arrancó una sensación general de
profunda admiración 1.
En las semblanzas que publicaban sobre él los
diarios de la capital tocaron también el tema de
su antigua habilidad en los juegos de
prestidigitación. Sucedió, pues, que, en la visita
a un rico señor, manifestaron el deseo de ver
alguna muestra de su arte.
-Con mucho gusto, contestó don Bosco con
gracia; ahora mismo, si les place.
-Sí, sí; hágalo.
->>Tendría la bondad de decirme qué hora es?
Llevó el señor la mano al bolsillo del chaleco
y lo encontró vacío.
Don Bosco riendo le dijo:
-Aquí tiene usted su reloj.
Pero ((**It16.123**)) no se
lo devolvía. Al poco rato, cuando el Siervo de
Dios estaba a punto de marchar, el señor le
recordó el reloj.
-íOh, no!, contestó don Bosco. No se lo
devuelvo, basta que no me dé para mis muchachos lo
que vale.
-Es un reloj, que cuesta muy caro, >>sabe
usted?
-Usted verá.
Sacó el señor quinientos francos del bolsillo y
recuperó su reloj. Reían los presentes; reía
también el señor, mientras acompañaba a don Bosco
hasta la calle con la mayor cordialidad. Aquél,
evidentemente, no recordaba haber dejado el reloj
fuera del bolsillo allí cerca.
Con fecha del día veinticinco de abril,
escribía la cronista de las Oblatas: <>.
Hasta hubo una pintora que quiso socorrer a don
Bosco por medio de su arte; hizo su retrato y
vendía las copias en favor de la Obra salesiana.
1 Este hecho se lo contaron a don José Ronchail
testigos oculares en Cannes.
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