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palabra, la limosna, que es la acción de gracias
de obra. Si un millonario, curado milagrosamente
de enfermedad incurable, diese a Dios en la
persona de los pobres un simple billete de mil,
cantidad tan inferior a la que le pediría un
médico eminente, sería un verdadero desacato.
Un señor no tuvo reparo en preguntarle qué
había ido a hacer en París. Le contestó
cándidamente:
->>No sabe usted a qué le obliga el hambre al
lobo? Lo hace salir de su guarida y correr de un
lado a otro para matar el hambre. Ahí tiene usted
la razón de por qué he venido yo a París. Estoy
cargado de deudas para mantener a mis huerfanitos
y, no queriendo morir de hambre ni dejar sufrir a
mis hijos, he venido de Italia a Francia y luego a
París, donde sé que hay muchas personas
caritativas y generosas como usted, para pedir
limosna.
El curioso comprendió tan bien la lección que,
al despedirse, le rogó aceptara una cuantiosa
limosna.
Contestaba a sus interlocutores con una
modestia y sencillez encantadoras. El barón
Reille, honradísimo por sentar a su mesa al Siervo
de Dios, invitó a acompañarlo a diversos
personajes, entre ellos a monseñor De Rende Nuncio
Apostólico. Se desarrollaba en torno a don Bosco
la más variada conversación, disfrutando los
comensales de su inagotable afabilidad, cuando un
señor del gran mundo parisiense le hizo con toda
sinceridad esta observación:
-Usted posee un ascendiente extraordinario
sobre los caracteres malvados, y la historia del
ladrón convertido y el paseo con los muchachos del
correccional que no se escapan, son hechos que
tienen el sello de lo prodigioso.
-íOh!, contestó don Bosco con aguda ocurrencia;
de ningún modo, no he sido tan afortunado siempre.
Los primeros vagabundos que recogí en los barrios
de Turín durmieron en mi refugio una sola noche y,
a la mañana siguiente, se llevaron hasta las
mantas. Tantas eran las amenazas de muerte que
durante varios años no pude recibir a ninguno sin
tener conmigo ((**It16.122**)) alguna
persona; sufrí varios intentos de asesinato.
->>Y no bastaba esto para menguar el afecto por
su empresa?
-íAh, no! Sólo pensaba que eran unos pobres
hombres crecidos torcidamente desde su niñez. íLa
sociedad se interesaba muy poco por los
desheredados!
Los presentes advirtieron que la caridad tenía
siempre la última palabra en sus labios.
Ciertos rasgos, como el del gabán, gustaban a
los parisienses y les hacían abrir la bolsa; pero
hay también otros diferentes.
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