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la llegada de Pío VII basta hoy, nunca se habí a
visto en París tal gentío alrededor de un
sacerdote>>.
Para que los lectores se formen de alguna
manera una idea completa de los agasajos recibidos
por don Bosco en París, tenemos que referir
todavía algunos detalles de los más
significativos.
No pasó ni un día, sin ser invitado a su mesa
por distinguidos señores, y él, imitando también
en esto al Divino Maestro, aceptaba.
Durante la comida todos tenían puestos los ojos en
él; es más, hubo señores que no sólo le asignaron
un lugar destacado para observarlo con toda
comodidad, sino que colocaron incluso espejos y
vidrieras, de modo que pudiesen contemplarlo sin
que él se diera cuenta.
Ordinariamente comía poco, lo que hacía
exclamar:
-íQué espíritu de mortificación!
Un día le sirvieron el helado que llaman los
italianos spumone (mantecado o helado esponjado).
-Ya veréis cómo ((**It16.117**)) no lo
tomará, murmuraban entre sí algunos comensales, o
cortará una porcioncita para mortificarse.
Pero él, que había oído todo, se sirvió una
abundante ración.
-Mirad, se dijeron unos a otros los primeros,
lo hace así para que le tomen por goloso.
Aprendimos este episodio de sus propios labios,
ya que solía contarlo con toda ingenuidad a sus
hijos, sacando de él una buena moraleja.
-Ved, decía, cómo van las cosas de este mundo.
Si uno goza de buena fama, todo lo que hace, se
interpreta en buen sentido; si, en cambio, pasa
por malo, sucede todo lo contrario.
En cuanto a él, había incluso quien, acabado el
banquete, bebía casi con devoción las últimas
gotas de vino que quedaban en el fondo de su vaso,
y después lo guardaba como reliquia.
Muchos le presentaban objetos religiosos para
que los bendijese y hasta plumas de escribir.
Algunos llevaban plumas nuevas y pedían que se las
ofrecieran a fin de que las usara, para
recuperarlas después y guardarlas como reliquias.
Compraban cualquier cosa que le perteneciese y
pagaban por ella incluso altos precios. Un día se
le presentó cierto señor pidiéndole que estampara
solamente su firma en cincuenta estampitas, y así
lo hizo él. Dos días después volvía el mismo señor
para entregarle dos mil francos obtenidos por la
venta de aquellos autógrafos. A veces se
presentaban pobrecitos, suplicándole que
escribiera su nombre sobre una estampita e iban
después a venderla por cuarenta y cincuenta
francos. Condescendía a sus peticiones a título de
limosna. Una señora,
(**Es16.105**))
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