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-Señor Marqués, >>cuántos quedan?
Volvió a asomarse el Marqués y le dijo:
-Como un millar.
Don Bosco no podía más, había que cortar. Vino
el párroco a conversar un momento; después el
Marqués le hizo pasar por una puerta próxima a la
casa rectoral para partir desde allí. Cuando la
muchedumbre, apiñada fuera, se dio cuenta de que
ya no estaba, invadió la casa del párroco,
preguntando a gritos dónde se hallaba don Bosco.
Al oír que se había ido, iba a estallar un
tumulto, cuando una voz gritó que estaba en casa
del señor Baudon, calle tal, número tal. El señor
Baudon era el presidente general de las
Conferencias de San Vicente de Paúl. No todos
entendieron bien la dirección; otros, llegados de
barrios opuestos de París, ignoraban el domicilio.
Empezó entonces un preguntar tumultuoso a los
transeúntes y un aglomerarse de curiosos que
duplicaban el gentío y, después una alocada
carrera, porfiando por llegar los primeros.
De allí a poco una oleada de pueblo llegaba a
la casa del señor Baudon de Rozembau, forzaba la
entrada, irrumpía en el zaguán y se lanzaba
escaleras arriba. El dueño se asomó asustado a la
ventana y preguntó qué pasaba.
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-Queremos ver a don Bosco.
-No está aquí.
-Sí que está. Han dicho que está aquí en su
casa.
-Sí, lo espero. Tendré la satisfacción de que
venga aquí a comer;
pero no ha llegado todavía.
En aquel momento apareció el Siervo de Dios.
Como Dios quiso, se libró también de aquel
agolpamiento de gente, subió, entró en el salón y
finalmente pudo respirar tranquilo.
Una tarde llegó a la casa Sénislhac, después de
la hora convenida.
Todo el trayecto, desde la iglesia de la
Madeleine, que distaba doscientos metros de allí,
estaba tan atestado de gente que era imposible
circular. Tuvo que bajar del coche y abrirse paso
a pie. Vestía a la francesa, con rabat (golilla o
babero) y faja. Nadie lo conocía. A cierto punto,
empujado por el gentío, se encontró encerrado en
el hueco de una puerta y fue empujado hasta el
interior de un patio, de donde le costó salir y
seguir su camino. Llegó a la meta, alcanzó la
escalera e intentaba subir; pero no había manera
de salvar el primer peldaño.
-Déjenme pasar, decía amablemente.
-No, le respondían. Yo tengo el número quince;
yo, el veinte.
-Bueno, volvió a decir al poco rato; si no
quieren que pase, déjenme al menos que vaya a
descansar en aquel peldaño.
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