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cualquiera de ellos, y lo dijo de tal modo que les
saltaron las lágrimas a los presentes.
Quiso después que se llamara telegráficamente a
su hijo el Conde, a quien dio serenos consejos y
la bendición sacerdotal y paterna. A continuación,
pidió y se le administró la Unción de los
enfermos; quiso recibir también la bendición
papal, aunque no se vieran verdaderos indicios de
un próximo fin. Pero el doctor Bruno, que le
visitó, declaró que la ciencia no tenía nada que
hacer allí.
El primero de octubre, domingo, que era la
fiesta del Rosario, deseó que María le abriese
aquel día las puertas del ((**It15.652**))
paraíso. Don Bosco, a pesar de la necesidad de ir
a San Benigno para la última tanda de ejercicios
espirituales, había diferido su partida para
atenderlo en los últimos momentos, dado el caso
que el Señor quisiera llamarlo a sí aquel día.
Pero una leve mejoría, que se manifestó de
improviso, lo indujo a partir para San Benigno,
donde le esperaban muchos, que querían confesarse
con él; mas no se marchó sin despedirse de su
viejo amigo, animándole con palabras, hijas del
afecto y de la fe. Pese al gran deseo de gozar de
la asistencia de don Bosco en punto de muerte, el
virtuoso Conde hizo tranquilamente este sacrificio
al Señor, resignándose plenamente a su divina
voluntad.
Había pedido mucho a Dios durante su vida que
no permitiera le atormentasen durante la última
enfermedad penas y dolores, porque temía no poseer
suficiente paciencia. Y Dios le escuchó; en
efecto, su único mal era un gran agotamiento y
depresión sin ningún otro sufrimiento físico o
moral. El atribuía esta gracia a la intercesión
maternal de María.
El tres de octubre, por la mañana, quiso
recibir de nuevo la santa comunión. A partir de
entonces, ya no habló más que de su viaje a la
eternidad. Se hacía leer las oraciones de la buena
muerte del Joven Instruido, invocaba a menudo a
María Santísima y a sus santos Protectores y
besaba con fervor el crucifijo, que hacía dos días
tenía sobre la cama. Al atardecer, dijo con toda
franqueza y serenidad:
-No moriré esta noche, pero de mañana no paso.
Al verlo declinar sensiblemente, don Miguel Rúa
no le abandonó durante toda la noche y estuvo
también con él el barón Alberto de la Torre,
sobrino del moribundo y muy querido por él por su
larga e íntima comunión de afectos, sentimientos
religiosos y diligente caridad con el prójimo.
A las diez y media, pidió que le leyesen una
vez más las oraciones de la buena muerte y,
después, que se le impartiese la absolución
sacramental. A continuación, cubierta la llama de
la vela con una pantalla para oscurecer ((**It15.653**)) la
habitación, don Miguel Rúa se retiró
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