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otro legado de ciento cincuenta mil. Don Santiago
Costamagna destinó la primera cantidad a las Hijas
de María Auxiliadora, que necesitaban una casa en
Almagro. Una vez obtenido el permiso de Turín,
hizo preparar unos planos, en los que aprovechó
sus conocimientos de disciplina, higiene y vida
religiosa y comunitaria por él adquiridos, durante
sus muchos años en la ((**It15.616**))
dirección de las Hermanas de Europa y en América.
Quiso que la capilla fuera, en pequeño, el
santuario de María Auxiliadora. El Arzobispo se
ofreció con entusiasmo a bendecir la primera
piedra. La ceremonia se realizó el veinticuatro de
mayo, cuando ya se veían los muros a flor de
tierra y presentaban la planta del edificio en
toda su extensión. Los trabajos se desarrollaron
rápidamente, dado que el Inspector iba a menudo a
ver, dirigir y hasta ayudar en las obras, por
medio de los aspirantes y de los alumnos mayores.
Los trabajos materiales no impedían al
Inspector atender a las necesidades espirituales
de las casas; le preocupaba sobre todo la casa de
Patagones, que aún no había visitado. Así que se
sometió a aquel largo y peligroso viaje, y se
embarcó a fines de junio. Allí dirigió los asuntos
materiales y espirituales de los hermanos y de las
hermanas.
Predicó los ejercicios a los cuatro sacerdotes y
tres coadjutores que allí residían e hizo lo mismo
con las hermanas. Tras casi un mes de ausencia,
volvió a San Carlos, donde se celebró su día
onomástico con más solemnidad que otros años.
En una carta, fechada el día primero de mayo,
en la que anunciaba a don Bosco su próximo viaje a
Tucumán, terminaba don Santiago Costamagna con
esta mala noticia: <>.
Aquel colegio había tenido que soportar una
dura prueba. Al terminar los ejercicios
espirituales, habían salido de paseo los
muchachos, como suele hacerse en tal ocasión;
pero, a la vuelta, muchos de ellos fueron
asaltados por un malestar, que en seguida se
diagnosticó como difteria. El director, don
Domingo Tomatis envió a casa, en plena noche, a
todos los que podían resistir el viaje, y acertó;
porque, al día siguiente, fue cercada la casa
militarmente, de modo que nadie pudiera entrar ni
salir. Dos meses duró aquel cautiverio. Murieron
cuatro muchachos, asistidos por los salesianos, a
quienes tocó hacer el ataúd y enterrarlos. Un
colono irlandés, padre de un alumno, obtuvo
voluntariamente permiso para entrar, y allí se
quedó mientras ((**It15.617**)) duró
el estado de asedio, prestando servicio a los
enfermos y aliento a los superiores. Los colonos
llevaban víveres y los hacían pasar a través
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