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Hasta entonces el Instituto había necesitado
sobre todo enraizarse en las virtudes religiosas,
a fin de que el árbol creciera derecho y robusto;
la santidad oculta y laboriosa de la Madre
Mazzarello fue para ello lo mejor que don Bosco
pudiera haber deseado. Pero el desarrollo, cada
vez más rápido y más amplio, que tomaban las
cosas, exigía en quien estaba al frente una feliz
alianza de dones sobrenaturales y disposiciones
naturales extraordinarias. La misma Mazzarello,
que era una religiosa iluminada, demostró que
comprendía a las mil maravillas aquella necesidad,
cuando, antes de las elecciones del mes de junio
de 1880, se acercaba a las electoras y despacito
les sugería pensamientos como éstos:
-Mire: la Congregación necesita Superioras
instruidas, porque entran jóvenes educadas y que
saben y resulta difícil discernir su verdadera
virtud. Con las muchachas del campo no es así: en
ellas se ve enseguida lo que son. Mas, para
dirigir a las otras, se precisa mucha virtud y
mucha instrucción; elegid, pues, a sor Magdalena
Martini aunque se encuentre en ((**It15.355**))
América o a sor Catalina Daghero.
No se le prestó oídos; pero, un año después, no
se olvidó su sugerencia 1.
El mal que la llevó a la tumba, lo incubaba
hacía tiempo en el pecho. Durante aquel invierno,
le asaltaba de vez en cuando un dolor sordo al
costado, que le producía una sensible incomodidad,
de la que ella no hacía caso. Durante el viaje que
emprendió para acompañar a las hermanas
misioneras, le asaltó una fiebre ardiente en
Sampierdarena; mas, a pesar de ello, como se
recuperó un poco, embarcó para Marsella con
intención de visitar después a sus hijas de
Francia. Pero, al llegar a Saint-Cyr, se le
manifestó una violentísima pleuresía; por lo que
hubo de permanecer allí un mes, sufriendo y
edificando mucho.
Ya en viaje de vuelta, se encontró en Niza con
don Bosco, a quien preguntó si recobraría
enteramente la salud. El Siervo de Dios le
contestó, refiriéndole un apólogo.
-Un día, dijo, fue la muerte a llamar a la
puerta de un monasterio. Abrió la portera y
aquélla le dijo:
-Ven conmigo.
Pero la portera respondió que no podía, porque
no había ninguna para sustituirla en su labor. Y
la muerte, sin decir nada, entró en el monasterio,
repitiendo su <> a cuantas encontraba
al paso, ya fueran profesas, postulantes o simples
estudiantes y hasta a la cocinera. Pero todas
decían que no podían aceptar la invitación, porque
1 Véase: MACCONO, Suor María Mazzarello, pág.
268 (1.¦ edición).
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