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apreciada carta del 11 de los corrientes, por mi
nombramiento de Prefecto de la S. C. del Concilio.
Se lo agradezco con toda la efusión de mi alma.
Por lo demás, desconfiando siempre de las escasas
fuerzas que me restan, siento más la necesidad de
rogarle que, en su bondad, pida al Señor los
auxilios y arrestos que necesito para llevar el
peso que la clemencia del Padre Santo ha querido
poner sobre mis hombros. Mas, a pesar de mi
poquedad, nunca disminuirá mi buena voluntad de
corresponder a la expectación y a las justas
exigencias en la esfera de mis atribuciones>>.
A primeros de noviembre, tuvo don Bosco la pena
de saber que había sido objeto de manifestaciones
públicas de indignación, por parte del cabeza de
la diócesis. El 10 de aquel mes, con ocasión de la
celebración del sínodo diocesano, pronunció
Monseñor en la catedral dos discursos, en los
cuales profirió expresiones poco benévolas para
los Salesianos y su Superior, aunque sin
nombrarlos. Por la mañana, al presentar la
utilidad de los oratorios festivos para la
juventud, ni siquiera nombró a los que, desde
hacía cuarenta años, dirigía don Bosco en Turín;
pero, en cambio, se deshizo en alabanzas de los
Filipenses, los cuales, dijo, brillan por todas
partes, ayudan a su Obispo y no le ocasionan
disgustos. Los oyentes agarraron al vuelo la
alusión. Por la tarde, aún se expresó con mayor
claridad, diciendo:
-Os recomiendo sumisión y respeto a vuestro
Obispo; no hagáis como ciertos religiosos, que son
todo reverencia y devoción para el Papa lejano, y
demuestran poco y ningún respeto al Obispo
cercano; son obsequiosos con la Cátedra de Pedro y
no con la de San Máximo. Así, por desgracia, se
comporta en la diócesis algún eclesiástico que,
alardeando de estar con el Papa, pone su mano en
cosas que no agradan al Arzobispo y le ocasiona
disgustos.
Después la emprendió ((**It15.212**)) con la
prensa católica, que combatía las doctrinas
rosminianas, usando palabras todavía más ásperas:
-Periódicos, diarios y papeluchos que alardean
de católicos y son, por el contrario, una
desgracia para la Iglesia. Quizás no hay ninguno
que no se extralimite, que no se meta en lo que no
le incumbe, que no haga más mal que bien y que no
sirva de escándalo para los fieles.
Experimentó tanto disgusto por este lenguaje
uno de los presentes, el teólogo Luis Fiore, que
se lo manifestó directamente al Papa 1.
Resultaba de suma importancia disipar, en los
ambientes eclesiásticos y civiles de Roma, las
siniestras prevenciones que las malas lenguas
1 Véase Apénd. Doc. Núm. 21.
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