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La señora caminaba expeditamente, después de
tantos años sin haber dado un paso. Acompañó a don
Bosco hasta la puerta de la calle, y le dijo que
iría a la estación a despedirlo; pero él le
recomendó que no se dejara ver en la ciudad para
no llamar la atención. Volvió a casa del canónigo
Fabre y allí, como un padre habría hablado con su
hijo, contó lo sucedido a don Francisco Cerruti
con toda ingenuidad, observando por fin:
-Siento, sin embargo, que la señora quiera ir a
la estación. íSe va a armar un gran ruido!
Paciencia: hágase la voluntad de Dios... Pero
estoy contento, querido Cerruti, prosiguió con una
bondad que conmovió hasta las lágrimas al
Director, estoy contento de que tú, en medio de
tus penas, tengas este alivio. Cuando cantes el
himno de San José, al llegar a las palabras
miscens gaudia fletibus (alternando alegrías y
dolores), dilo despacio: es la historia de esta
vida.
La noticia del suceso conmovió también a la
sobrina del canónigo, que se presentó muy
humildita al Siervo de Dios y, puesta de rodillas
a sus pies, le pidió perdón por lo ocurrido
durante la comida.
íQué sorpresa más grande, cuando llegó la hora
de dirigirse a la estación! La noticia del
prodigio había corrido por la ciudad como un
relámpago y atrajo a mucha gente para ver a don
Bosco. La señora, que había precedido a don Bosco
en un coche, paseaba tranquilamente a la entrada;
todos la contemplaban estupefactos y, sin casi
prestar fe a sus propios ojos, le preguntaban si
era ella verdaderamente la señora María. <((**It15.142**)) la vi,
depuso en los procesos don Francisco Cerruti, y
confieso que daba la impresión de una persona que
nunca hubiera estado enferma: tan buen aspecto
tenía>>.
La señora esperaba a don Bosco para renovarle
su agradecimiento. El Beato, apenas llegó, quería
retirarse a la sala de espera para librarse de la
muchedumbre, lamentándose con la señora de que no
le hubiese escuchado y suplicándola que volviera a
su casa. La señora dio sus disculpas y le entregó
un sobre cerrado, que contenía un billete de mil
liras.
La sala se llenó inmediatamente de personas.
Llegó el tren, y el abogado Ascheri pidió en alta
voz a don Bosco que diera su bendición a los
presentes. Todos se arrodillaron para recibirla.
Y, después de bendecirlos, subió con don Francisco
Cerruti al tren, directo a San Remo. Los
pasajeros, llenos de curiosidad, habían querido
saber en la breve parada el porqué de tanto gentío
y, cuando el tren se puso en marcha, todos
hablaban de lo visto y daba cada cual su opinión.
Un joven del departamento de don Bosco exclamó:
-Yo no creo en los milagros ni en Dios.
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