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durmieron dos noches. Don Bosco, acompañado del
excelente abogado Ferraris, llamó a muchas
puertas, pero con escaso resultado. A pesar de
ello, tranquilo y sonriente, bromeaba con las
nulas o escasas limosnas que recibía y hasta con
las mismas negativas que a veces les daban.
Con este su buen humor que nunca le abandonó,
dio, además, una buena lección en la mesa de su
huésped. El último día le acompañaban dos
señoritas, sobrinas del canónigo, una de las
cuales, algo casquivana, permitía a un jovencito,
que también se sentaba a la mesa, que le dirigiera
palabras, que no eran ciertamente malas, pero
tampoco muy correctas. Don Bosco, queriendo cortar
aquellas necias bromas, dijo sin malicia que se
acordaba de un soneto que había aprendido de
joven, en el que se jugaba con las palabras donna
(mujer) y danno (daño) y empezó a recitar
lentamente el primer cuarteto. La señorita
comprendió la intención y, con cierto aire
travieso, le disparó:
->>Cómo se entiende que, siendo huésped en
nuestra casa y en nuestra misma mesa, se permita
afrentarnos?
Don Bosco, como si no hubiese captado la
desfachatez, siguió recitando con su cachaza el
soneto hasta acabar. La señorita se recomía, pero
no le interrumpió ni osó después decir palabra.
Tampoco el joven se atrevió a soltar más
galanterías. Veremos que la cosa terminó bien.
Aquella tarde dejó a don Francisco Cerruti en
casa del canónigo y, acompañado por el abogado
Ferraris, volvió a dar vueltas en busca de
limosnas. Vivía en Porto Mauricio una señora
llamada María Acquarona, soltera, que hacía diez
años guardaba cama por una enfermedad incurable en
la espina dorsal. Todo el vecindario la conocía.
Tuvo primero intención de enviar simplemente una
limosna a don Bosco; pero, luego pensó que era
mejor rogarle que le hiciera una visita y le diera
su bendición. Don Bosco fue y le recibió con
muestras de la más grande alegría. Estaban con la
enferma una hermana y el cuñado, abogado Ascheri,
que en ((**It15.141**)) pocas
palabras, le explicó la naturaleza y
circunstancias de la enfermedad, de la que los
médicos no daban esperanzas de curación. El Beato
la animó a confiar en la Santísima Virgen, la
bendijo y le señaló unas oraciones para que las
rezara a continuación; y de allí pasó a otra
habitación, donde se detuvo un ratito hablando con
los dos abogados. En el momento en que se
levantaba para salir, presentóse vestida la
enferma, diciendo que ya no sentía ningún dolor.
El abogado Ascheri empezó a gritar: ímilagro!, y
todos fueron presa de una intensa emoción.
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