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las caballerías, pues tenía que irse de nuevo a su
trabajo. Mientras tanto se levantó de la silla el
sacerdote y dijo a la señora:
-Buena señora, una voz me llama, y es preciso
que vaya.
-Espere, señor cura, respondió la dueña; mi
marido vuelve dentro de unos instantes y le
llevará en la carreta a ver a mi hijo.
-Una voz me llama, repitió él, y tengo que
partir.
Y se fue.
La señora se apresuró a llamar a su marido,
engancharon a toda prisa y corrieron a galope tras
él, seguros de alcanzarlo pronto; pero no lo
vieron y creyeron que se habría ido por otro
camino. íCuál no fue su estupor, al llegar a casa
de la nodriza ((**It14.683**)) del
pequeño, la cual les dijo que había pasado un
sacerdote y que había curado al niño! La nodriza
residía en Coinaud, pueblecito a unos tres
kilómetros de Saint-Rambert, y, por los cálculos
hechos, resultó que el momento en que el sacerdote
estuvo allí coincidía con el que había salido de
casa de los Clément.
Hacía siete años que aquella buena gente se
devanaba los sesos por adivinar quién podía ser
aquel cura misterioso, cuando una de las personas
que habían visto al sacerdote curando al niño y
que recordaba perfectamente su fisonomía, se
acercó al matrimonio Clément con un libro que
hablaba de don Bosco y en el que había una foto
del mismo.
-íEste es, exclamó, el cura que curó al niño!
No había duda, era el mismo; lo reconocieron al
instante.
El 10 de abril de 1888, la señora, curada
milagrosamente de una enfermedad por intercesión,
como ella creía de don Bosco, escribió una reseña
de lo sucedido a don Miguel Rúa; pero ignoramos la
suerte que pudo correr la carta. Y tampoco debió
saberlo la mujer, puesto que volvió a escribirle
el 13 de abril de 1891, casi estimulada por un
remordimiento, como si no hubiese hecho lo debido
para dar cuenta del portento al sucesor de don
Bosco. Decíale entre otras cosas:
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