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escuelas, la de muchachos con cuarenta y ocho
alumnos y la de muchachas con cuarenta alumnas. Se
dedicaban cuidados especiales a los hijos de los
indios, que iban al pueblo por razones comerciales
u otra causa. Sólo Dios sabe los sacrificios de
aquel primer quinquenio; la escasez de personal,
la falta de medios, las contradicciones de la
autoridad se conjuraron contra la obra de don José
Fagnano, que, a pesar de su carácter indómito,
habría tenido que deponer las armas, si la
poderosa mano de Dios no lo hubiese sostenido. En
1884, ya encaminada y entregada a otros aquella
Misión, fue en calidad de Prefecto Apostólico a la
Patagonia Meridional y Tierra del Fuego, donde el
valeroso hijo de don Bosco realizó prodigios de
celo.
Trabajó provisionalmente en la parroquia de
Viedma, sin ayuda de nadie más, uno de los
compañeros de don José Fagnano hasta que en
diciembre llegó el párroco. Era éste don Domingo
Milanesio, ya muchas veces mencionado en el curso
de estas Memorias. Tuviera o no una idea
aproximada de la extensión del territorio que le
había tocado, se entregó a la busca de los indios,
y reveló en este apostolado tales aptitudes que,
al cabo de un año, enviaron para substituirlo en
Viedma a aquel otro intrépido misionero que fue
don José Beauvoir, a fin de que él quedase
totalmente libre para entregarse a sus predilectas
excursiones apostólicas. Fue una verdadera
providencia para todos los pobladores del Río
Negro; pero se convirtió especialmente en padre de
los indios, cuyo idioma hablaba a la perfección, y
ellos pronun ciaban su nombre como una invocación
salvadora, cuando no encontraban más defensa
contra los malos tratos de los civilizados. En
treinta y tres años de trabajos apostólicos,
atravesó varias veces a caballo la Patagonia y
cruzó las cordilleras hasta veintisiete veces.
Sufrió mucho, pero sus sacrificios quedan
compensados con abundantes frutos de bien. A él se
debe la definitiva pacificación de los restantes
indios armados con los mandos de las tropas
gubernamentales. A él se debieron los primeros
pasos para tratar con el belicoso Manuel
Namuncurá, bautizado más tarde con toda su familia
por el que personificó ((**It14.622**)) en sí
mismo todo el trabajo de la civilización cristiana
de Patagonia monseñor Juan Cagliero.
Los indios apodaron a don José Fagnano el Padre
Grande, y a don Domingo Milanesio el Padre Bueno.
Estos dos campeones los había sacado don Bosco de
dos vocaciones notablemente tardías, recibidas y
cuidadas por él antes de fundar sus hijos de
María.
Estos y los demás misioneros de la primera hora
cometieron sólo un grave fallo: trabajaron, se
inmolaron, cayeron en el campo de su apostolado,
sin cuidar de dejar escrito y transmitir a la
posteridad los
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