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que recurrir a la violencia. La última defensa del
buen derecho tenía que ser el ceder únicamente
ante fuerza mayor.
Nosotros nos limitaremos aquí a decir lo que
sucedió en la casa principal, porque estamos mejor
informados, y porque, en las demás, todo se
desarrolló poco más o menos de la misma manera. El
cura párroco de San José, todo el consejo de
administración de la Sociedad Beaujour y un grupo
selecto de nobles bienhechores pertenecientes a
las principales familias de la ciudad se
trasladaron a primeras horas de la mañana a San
León para atender a los Salesianos y protestar con
su presencia contra todo abuso y sobre todo contra
la violación de los más sagrados derechos. Se
echaron todos los cerrojos de la puerta que daba a
la calle y se levantó detrás una barricada de
tablones y muebles. Mientras tanto todos aquellos
señores se reunieron en un salón del Oratorio
esperando lo que pudiera suceder.
Al amanecer empezaron unos curiosos a rondar el
edificio; el espectáculo no era nuevo, pero
siempre tenía algo de interesante. Entre los
curiosos ((**It14.605**))
circulaban los emisarios de la secta, enviados
allí para lanzar los consabidos gritos y dar con
ellos la mentirosa expresión de lo que se llama
voluntad del pueblo soberano.
Sonaron las ocho; era la hora trágica. En casa
todos estaban preparados, pero no se oía ningún
golpe a la puerta, ningún grito en la calle,
ningún toque de trompeta por los aires. Sonaron
las nueve, las diez, las once, y, como no aparecía
ningún fajín de comisario, los espectadores
desilusionados empezaron a desfilar poco a poco.
Hacia las doce, retumbaron en el atrio unos
golpes secos a la puerta. El portero, un buen
italiano, que tenía orden de dar el aviso tan
pronto como llegara el Comisario, acercóse al
agujero de la cerradura y gritó:
->>Quien es?
Una voz desconocida contestó en francés con
palabras que el otro no entendió. Después de un
instante de silencio, volvió a oírse:
-Je ne suis pas le Commissaire (Yo no soy el
Comisario). Dése prisa que estoy calado como un
pollo.
En efecto llovía a cántaros. El buen hombre,
impresionado al oír la palabra Commissaire,
escapó, subió la escalera en cuatro saltos, se
lanzó donde estaban los Señores y jadeante
anunció:
-Le Comissaire! Le Commissaire!
Ellos se levantaron al momento, se pusieron los
guantes, se ajustaron los trajes y, rodeando al
que hacía de Director para la ocasión, bajaron y
se acercaron a la puerta, golpeada furiosamente
por quien pedía que se le abriese.
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