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caballero! No soy profesor, ni tengo el diploma de
primera clase elemental. Cuando me presente a san
Pedro, me dirá: ->>Cómo es eso? >>Valía la pena
vivir tanto tiempo sin obtener una patente, una
cruz? íFuera, fuera de aquí! Y me dará con las
llaves en las narices.
Todos se reían, sobre todo por la manera de
decir aquellas palabras. Después, dijo la señora:
-Usted no tiene nada, porque no quiso aceptar
nada.
Los convidados callaron.
->>Qué dice usted?, le contestó. >>Qué yo no
quiero aceptar nada? ..Haga la prueba; déme unos
miles de liras para mis pobres muchachos y ya verá
usted ísi no quiero aceptar nada!
La señora, desorientada ante una respuesta tan
imprevista, intentaba hallar ((**It14.556**))
palabras adecuadas al caso; entonces don Bosco le
auxilió cambiando mañosamente de conversación.
El dio así una lección a la vanidad,
especialmente de los eclesiásticos; en otra
ocasión, siempre en la mesa, la lección fue de
otro género.
En noviembre había ido a predicar el sermón de
difuntos en la parroquia de San Martín de Tánaro.
El párroco, hombre conocido por lo obstinado que
era en sus ideas, había fundado una pequeña
congregación religiosa femenina, empleando para
ello un capital de doce mil liras y exigiendo de
cada postulante mil liras de dote, cuya suma
aseguraba con una hipoteca, si la dote no era
entregada enseguida. Aquel día había invitado a
comer a algunos sacerdotes. Presentaron a la mesa
un hermoso pavo. Don Bosco se sirvió solamente la
cabeza y, golpeándola con el cuchillo, decía:
-Qué cabeza más dura! íQué cabeza más dura!
El párroco le puso otra vez delante la fuente
para que se sirviera mejor.
-Deje que atienda lo mío; contestó don Bosco.
Y seguía descargando golpes y repitiendo.
-íQué cabeza más dura! íQué cabeza más dura!
Por fin consiguió romper el hueso.
-íQuién diría, exclamó entonces, que en una
cabeza tan dura, hubiese tan poco seso!
Los que estaban a su lado, que lo oyeron,
comprendieron muy bien que la lección era para el
párroco; pero éste no se dio por aludido. Lo
cierto es que los hechos demostraron cuánto
necesitaba semejante lección. En efecto, muerto en
1890, dejó un testamento hecho con tan poco
criterio que el ayuntamiento, aunque reconoció sus
méritos en favor del pueblo, no se atrevió a
dedicarle ni una lápida conmemorativa, como alguno
había propuesto.
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