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En efecto, de lo alto descendían verdaderas
nubes de rosas fragantísimas.
-íOh, por fin!, -exclamó entonces don Juan
Bonetti.
Don Bosco, a la mañana siguiente, reunió el
Capítulo Superior para contarle cuanto había visto
en el sueño. Dando una rápida mirada a la sucesión
de los acontecimientos, nos parece descubrir en él
las fases distintas de los difíciles momentos por
los que hubo de atravesar el naciente Instituto en
aquella ocasión. Hasta entonces las espinas habían
sido abundantes; pero después las cosas, aunque
lentamente, comenzaron a desenvolverse mejor. Dos
sentencias de Roma resultaron favorables al Siervo
de Dios. León XIII tomó el asunto como suyo,
señalando las condiciones para un arreglo entre
Mons. Gastaldi y don Bosco, el cual, con ((**It14.539**))su
humildad, edificó a los prelados romanos. Sin
embargo, la guerra no cesaba. Monseñor, enterado
en 1883 de que don Bosco iba a Francia, escribió a
los Arzobispos de Lyon y de Marsella que no le
permitieran predicar. Sus cartas llegaron después
de que monseñor Gastaldi había muerto
instantáneamente. Pero en Lyon no le permitieron
dar conferencias públicas; por el contrario, el
arzobispo de París le hizo hablar en una de las
principales iglesias, manifestando que, aun cuando
el Arzobispo de Turín siguiera viviendo, no
tendría en cuenta sus recomendaciones.
Muy pronto llegó a Turín el cardenal Alimonda;
aquello fue una verdadera bendición para el Siervo
de Dios. El día de la Anunciación de 1884, el
cardenal Ferrieri, acometido por un tremendo
ataque de nervios, se mostró dispuesto a permitir
la concesión de los privilegios, hacía tantos años
inútilmente pedidos por don Bosco. Por fin,
precisamente el 9 de julio siguiente, en
circunstancias singulares, como veremos, llegó al
Oratorio el suspirado decreto. Desde aquel punto
comenzó para el Beato un período de tranquilidad
que duró hasta el no lejano término de su vida.
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