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esta región pudo ser conquistada sin
extraordinaria dificultad. Se creyó que los
indígenas se concentrarían en el sur, por estar
respaldados por los patagones; en cambio, huyeron
atravesando los Andes hasta Chile, se rindieron o
se dispersaron con intención de incorporarse entre
los civilizados; muchísimos perdieron la vida, aun
sin oponerse al avance ((**It14.286**)) de las
tropas. La marcha del ejército duró desde abril
hasta julio de 1879; la campaña del Río Negro
terminó en abril de 1881 con éxito completo.
Expediciones aisladas, sin un plan determinado,
se habían hecho anteriormente, como ya hemos
narrado 1. Durante aquellas ofensivas muchos
indios habían caído muertos o fueron capturados y
llevados a Buenos Aires y repartidos en calidad de
esclavos entre las familias; por consiguiente, en
los supervivientes reinaba un rencor, que hacía
sobremanera difícil a los blancos acercarse a
ellos. En la expedición general estaba lejos del
pensamiento de los gobernantes el propósito de
maltratar a los indígenas; por el contrario, el
Ministro de la Guerra quiso también que se les
atendiera en su bien espiritual. Por eso, al
enterarse que se deseaba enviar misioneros a la
Pampa, ofreció al Arzobispo sus servicios,
prometiéndole atender y defender a sus enviados
durante el largo y peligroso viaje. Monseñor
Aneyros aceptó el ofrecimiento, recomendándole a
su vicario general, monseñor Espinosa, y a dos
salesianos, don Santiago Costamagna y el clérigo
Luis Botta. El Ministro los nombró capellanes
militares.
El miércoles después de Pascua, 16 de abril,
junto con el comandante en jefe y muchos oficiales
partieron los tres por ferrocarril de Buenos Aires
hacia Azul, último rincón civilizado, tras el cual
se extendía el interminable desierto pampero. En
el momento de su partida el Arzobispo ordenó que
en todas las iglesias repicasen las campanas a
fiesta. En Azul recibieron un caballo cada uno y
un carro para todos, que les debía servir para el
transporte de los objetos personales y los enseres
del culto sagrado y ofrecer un abrigo de noche y
un refugio contra la intemperie. Desde allí, tras
ocho días de camino, llegaron a Carhué, punto de
concentración y de división de las tropas.
Era Carhué una estación casi en el corazón de
la Pampa y señalaba el límite occidental de la
frontera argentina con el territorio de los
indios. El pequeño altozano se reflejaba en un
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magnífico lago de agua salada. Alrededor de un
fortín se agrupaban unas cuarenta casas y en la
periferia se divisaban diseminados los toldos, de
dos tribus pacíficas, llamadas Eripaylá y Manuel
Grande, por los nombres de
1 Véase Vol. XIII, pág. 146.
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