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los lectores, no solía ser insensible a los
pronósticos de la Gazzetta. El 3 de septiembre,
muy de mañana, una nube de guardias, de uniforme
unos y de paisanos otros, cercó la casa y sus
alrededores en donde se hospedaba Bedarida; oyóse
después golpear a la puerta, como si alguien
quisiera forzarla; pero la judía, despertándose
sobresaltada y aterrorizada, fue víctima de
convulsiones nerviosas. En poco tiempo, a la vista
de aquel despliegue de fuerzas y de las
habladurías que corrían, acudió gentío para
asistir ((**It14.269**)) a un
asalto. A eso de las nueve, llegaba de improviso
un carruaje al Oratorio con el gobernador
acompañado del fiscal general. Pidió hablar con
don Bosco. El Siervo de Dios, que acababa de
confesar, llegó a los diez minutos. El primer
saludo del funcionario fue un reproche por haberlo
hecho esperar tanto tiempo y allí mismo, al
instante, le echó en cara la sospecha de que en
aquel intervalo había corrido a prevenir y
aleccionar a la joven. El Beato le indicó la casa
donde vivía la judía, que estaba a dos pasos del
Oratorio. Aquél, ceñuda y bruscamente se fue allí.
No quiso más testigos que el magistrado. La
muchacha no perdió el ánimo, sino que, recogiendo
lo mejor que pudo sus fuerzas, hizo observar que
había sido sometida ya a dos interrogatorios por
el mismo motivo y no sabía explicarse por qué la
sometían a otro.
El Gobernador, que se imaginaba iba a ser
recibido como un ángel libertador, se sintió muy
contrariado ante aquellas palabras; pero la
presencia del fiscal general le obligó a guardar
cierta moderación.
Cerciorado, pues, de la volundad de la doncella y
de que ella había sido siempre libre, como lo
seguía siendo, y que el escrito de ocho días antes
se lo había, por así decir, arrancado su hermano
sin que ella hubiese previsto las consecuencias,
llamaron al padre, a un hermano y a una hermana de
ella. Se parlamentó largo rato por ambas partes.
Por fin, el gobernador auguró a los parientes que
la muchacha volviera a su hogar para calmar el
dolor de la familia. Pero el fiscal, con la mayor
calma, hizo observar a los de su casa que, siendo
como era mayor de edad, gozaba, de acuerdo con la
ley, del derecho de elegir libremente su propia
religión.
A pesar de todo el gobernador se aferraba a la
idea de separarla de las Hermanas. De nada valían
las reiteradas protestas de Bedarida de que con
ellas no había sufrido ni sufría violencia alguna;
él se devanaba los sesos para persuadirla de que
le convenía salir de allí y hospedarse en otro
instituto. Evidentemente, la judería había
encontrado en él a su hombre.
-Yo no conozco más institutos que los de don
Bosco, decía ella.
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