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agradecerán tan excelente obra y tendréis, ya aquí
en la tierra, el céntuplo de las bendiciones que
por ello recibiréis como premio de Dios, además de
la hermosa corona que os tiene preparada en el
cielo.
Pero alguna de vosotras podría decir:
-Estas buenas obras comportan gastos, que yo no
estoy en condición de hacer.
Respondo brevemente que una señora piadosa,
amante de Dios, de la Iglesia, de las almas, sabe
industriarse a fin de poder contribuir de alguna
manera a las obras de caridad; yo sé que lo hacéis
y me dais prueba de ello cada día. Pero, dejadme
que lamente, o mejor, lamentemos juntos la gran
ceguera de muchas personas de nuestros días. Hay
personas que encuentran siempre los medios para
realizar un viaje de recreo, la manera de hacerse
un rico vestido; cómo tomar parte alegremente en
una fiesta; los medios para comprar no una, sino
dos y más parejas de soberbios caballos y
magníficas carrozas; pero, si se trata de dar una
limosna, de hacer una ofrenda para levantar o
embellecer la casa de Dios, para construir un
asilo para huérfanos o desamparados, para proveer
de comida y de vestido a un muchacho pobre, para
dar a la Iglesia un sacerdote más, íah!, entonces
encuentran rápidamente mil pretextos: tienen
gastos, tienen compromisos, por aquí y por allá, y
concluyen por no hacer nada, o muy poco, en favor
de la Religión y para alivio de las miserias
humanas.
Hace tiempo, organizó cierto señor una fiesta
nocturna en Turín. Quien me habló de ella la
calificó de estupenda, magnífica, regia.
->>Cuánto le costaría?, pregunté yo.
-Costó setenta mil liras.
-íSetenta mil liras en una ((**It14.134**))
fiesta! íOh, ceguera humana! Con setenta mil liras
se hubieran podido recoger setenta muchachos,
darles estudios y acaso regalar a la Iglesia
setenta sacerdotes, que, andando el tiempo y con
la ayuda de Dios, hubieran ganado para Dios miles
de almas. íY notad que, pocas semanas antes, se
había invitado a aquel señor a costear la pensión
de tres meses para internar en un instituto a un
pobre muchacho y se había negado! Ciertamente que
Dios, llegado el tiempo, le pedirá cuentas de
aquella fiesta, pero, entretanto, considerad
vosotras lo que hoy en día se hace para
incapacitarse a las obras de beneficencia.
Lo que digo sobre el derroche de los dones de
Dios en grande, dígase de muchos otros de menor
cuantía, pero que, al repetirse, desequilibran la
economía de las familias y las incapacitan para
sostener las instituciones, las obras más útiles
para la Religión y la sociedad.
Beneméritas Cooperadoras, no quiero despertar
escrúpulos y enseñar que no es lícito vivir según
vuestro estado, según vuestra condición; quiero
solamente decir e inculcar que no dejéis entrar en
vuestro corazón y en vuestras casas la gran plaga,
el gran azote del lujo, ni en grande ni en
pequeño. Entonces sí que os hallaréis siempre en
situación de contribuir también materialmente a
las obras de beneficencia, de enjugar con mano
piadosa las lágrimas de tantas familias pobres y
de salvar a tantos muchachos recogidos en nuestros
colegios, mantenidos por vuestra caridad.
Es muy cierto que las Cooperadoras contribuían
eficazmente a las obras de caridad emprendidas por
don Bosco; lo demuestran numerosas pruebas. Cada
nueva casa, como antiguamente el Oratorio,
encontraba en alguna buena señora su madre
afectuosa, que le prestaba asistencia: he aquí, en
efecto, el reciente caso de la señora Jacques
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