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((**Es14.122**) agradecerán tan excelente obra y tendréis, ya aquí en la tierra, el céntuplo de las bendiciones que por ello recibiréis como premio de Dios, además de la hermosa corona que os tiene preparada en el cielo. Pero alguna de vosotras podría decir: -Estas buenas obras comportan gastos, que yo no estoy en condición de hacer. Respondo brevemente que una señora piadosa, amante de Dios, de la Iglesia, de las almas, sabe industriarse a fin de poder contribuir de alguna manera a las obras de caridad; yo sé que lo hacéis y me dais prueba de ello cada día. Pero, dejadme que lamente, o mejor, lamentemos juntos la gran ceguera de muchas personas de nuestros días. Hay personas que encuentran siempre los medios para realizar un viaje de recreo, la manera de hacerse un rico vestido; cómo tomar parte alegremente en una fiesta; los medios para comprar no una, sino dos y más parejas de soberbios caballos y magníficas carrozas; pero, si se trata de dar una limosna, de hacer una ofrenda para levantar o embellecer la casa de Dios, para construir un asilo para huérfanos o desamparados, para proveer de comida y de vestido a un muchacho pobre, para dar a la Iglesia un sacerdote más, íah!, entonces encuentran rápidamente mil pretextos: tienen gastos, tienen compromisos, por aquí y por allá, y concluyen por no hacer nada, o muy poco, en favor de la Religión y para alivio de las miserias humanas. Hace tiempo, organizó cierto señor una fiesta nocturna en Turín. Quien me habló de ella la calificó de estupenda, magnífica, regia. ->>Cuánto le costaría?, pregunté yo. -Costó setenta mil liras. -íSetenta mil liras en una ((**It14.134**)) fiesta! íOh, ceguera humana! Con setenta mil liras se hubieran podido recoger setenta muchachos, darles estudios y acaso regalar a la Iglesia setenta sacerdotes, que, andando el tiempo y con la ayuda de Dios, hubieran ganado para Dios miles de almas. íY notad que, pocas semanas antes, se había invitado a aquel señor a costear la pensión de tres meses para internar en un instituto a un pobre muchacho y se había negado! Ciertamente que Dios, llegado el tiempo, le pedirá cuentas de aquella fiesta, pero, entretanto, considerad vosotras lo que hoy en día se hace para incapacitarse a las obras de beneficencia. Lo que digo sobre el derroche de los dones de Dios en grande, dígase de muchos otros de menor cuantía, pero que, al repetirse, desequilibran la economía de las familias y las incapacitan para sostener las instituciones, las obras más útiles para la Religión y la sociedad. Beneméritas Cooperadoras, no quiero despertar escrúpulos y enseñar que no es lícito vivir según vuestro estado, según vuestra condición; quiero solamente decir e inculcar que no dejéis entrar en vuestro corazón y en vuestras casas la gran plaga, el gran azote del lujo, ni en grande ni en pequeño. Entonces sí que os hallaréis siempre en situación de contribuir también materialmente a las obras de beneficencia, de enjugar con mano piadosa las lágrimas de tantas familias pobres y de salvar a tantos muchachos recogidos en nuestros colegios, mantenidos por vuestra caridad. Es muy cierto que las Cooperadoras contribuían eficazmente a las obras de caridad emprendidas por don Bosco; lo demuestran numerosas pruebas. Cada nueva casa, como antiguamente el Oratorio, encontraba en alguna buena señora su madre afectuosa, que le prestaba asistencia: he aquí, en efecto, el reciente caso de la señora Jacques (**Es14.122**))
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