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-Espera un poco. He pensado encargarte de las
clases del primer curso de bachillerato inferior.
>>Qué me dices tú a ello?
-Pero, don Bosco..., exclamó el cleriguito
temblando de pies a cabeza. Yo no soy más que un
muchacho vestido de sotana. íNo soy capaz, créame!
->>Pero es que no sabes todas las asignaturas
del primer curso?
-íHabría que verlo!
-Si las sabes, también puedes enseñarlas.
Además, yo te enseñaré o te diré a quién debes
dirigirte para que te aconseje. En mi habitación
te diré lo demás.
El pobrecito salió del confesonario como si
tuviera fiebre. Don Bosco le dijo en la
habitación:
-Mira, quito la clase al clérigo P., porque
pega a los muchachos y es demasiado amigo del
castigo. íCon decir que manda copiar treinta veces
las oraciones! >>Qué tienen que hacer los pobres
muchachos? Cuando te encuentres apurado, vienes a
mí. Tráeme cada mes una de las tareas de los
muchachos corregida, y haz lo que veas hacer.
En la confesión semanal no faltaba casi nunca
un aviso sobre la manera de comportarse con el
alumnado, de rezar por ellos, de darles buen
ejemplo, especialmente en la iglesia; de cómo
contarles hechos edificantes, de darles ideas
claras, de no hablar demasiado, sino de hacerles
hablar a ellos, de cuidarse de los menos
inteligentes, de recomendar a todos que se
acercasen a menudo a los superiores. Le exhortaba
también a trabajar para expiar los propios
pecados, para adquirir méritos, para ejercitar la
caridad con el prójimo, para no caer en las
tentaciones. Una vez le preguntó si tenía orden en
clase.
-No siempre, respondió.
-Mira, observó don Bosco, si quieres ser
obedecido y respetado, haz que te quieran. Pero no
con caricias, sobre todo en la cara o tomándolos
de la mano.
Evidentemente no todos los días se desenvolvían
siempre ((**It13.827**))
tranquilos. Había días tristes, sobrevenía el
desaliento, el cansancio: se trataba de veinte
horas de clase a la semana, sesenta ejercicios
diarios que corregir y diversas asistencias.
Cuando no podía más, iba a don Bosco, el cual le
repetía:
-íFe! Omnia possum in eo, qui me confortat.
(Todo lo puedo en Aquel, que me conforta).
Estas sencillas palabras, proferidas como él
sabía hacer, producían un efecto mágico en el
ánimo desalentado; algunas mañanas, Vacchina,
sorprendido al despertarse por el abrumador
pensamiento de la
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