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No sabemos por qué motivo Rossi se quejó del
mal trato que había recibido de un proveedor;
debieron llegar las cosas a tal extremo, que fue
menester poner remedio. Don Bosco opinó que
convenía escribir a aquel señor una carta amable,
pero firme, y la escribió de su puño y letra y la
hizo copiar. El autógrafo del borrador se conserva
en nuestros archivos, y dice así:
Apreciado Señor:
Algunos asuntos de mi obligación me tuvieron
ausente por algunos días, sin responder a la suya
del 17 p. pdo.
Debo decirle que, dado que mi educación no me
permite emplear ((**It13.824**))
vocablos vulgares como se acostumbra, pensaré en
lo que debo hacer para salvar mi reputación y la
de la dirección, que tengo el honor de
representar, e impedir que se renueven las
escenas, que solamente en su despacho han tenido
lugar conmigo y con otros de esta casa.
De acuerdo con su consejo, no me presentaré a
usted para hacer ningún pago; por tanto, me
enviará usted persona debidamente autorizada, y no
dude de que emplearé todas las atenciones de
urbanidad, que corresponden a una persona honrada
JOSE ROSSI, Proveedor
Hay un suceso que encierra su gran bondad con
los coadjutores. Cayetano Rizzaghi había salido de
la Congregación en un momento de mal humor; pero
no se encontraba tranquilo. A menudo, la nostalgia
le impelía a acercarse a la puerta de la casa, que
nunca debió haber abandonado, donde deploraba el
bien perdido. Su asiduidad llamó la atención de
los Superiores, los cuales le permitieron hacer
los ejercicios espirituales. La meditación sobre
el hijo pródigo rompió su corazón. Apenas terminó,
corrió derechamente a don Bosco, se arrojó a sus
pies y, entre sollozos, comenzó a gritar, tan
fuerte que se le oía por toda la casa:
-Padre, ítampoco yo soy digno de ser llamado
hijo suyo!
Ante aquella escena, don Bosco lo tomó de la
mano, lo levantó, lo consoló y lo acompañó él
mismo hasta el Director, a quien dijo:
-Trátalo bien, >>sabes? Es un gran amigo mío.
Ante aquellas palabras Rizzaghi empezó a llorar
a lágrima viva, y exclamó:
-íAhora estoy en el paraíso! íAh, si yo pudiese
lavar aquella mancha!
A partir de aquel día, al oír nombrar a don
Bosco, no podía contener las lágrimas. Llegado a
punto de muerte, bendecía el momento de su vuelta.
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