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veces y se entretenía con gusto con los novicios.
Fue la madre a buscarlo, pidióle perdón y le rogó
que le permitiera quedarse en el Oratorio hasta
después de la fiesta, lo que fácilmente le
concedió. Seguía, mientras tanto, leyendo libros
de meditación y ocupaba el tiempo haciendo de
secretario a don Julio Barberis. El día de la
Inmaculada, se encontraba él mismo tan cambiado
que dijo:
-Si me quedo un día más en el Oratorio, no
resisto al deseo de vestir la sotana clerical.
La madre estaba fuera de sí de satisfacción.
La novena de Navidad, predicada por don Juan
Cagliero, reavivó en los muchachos el fervor de la
piedad, a lo que también contribuyó la fiesta de
la primera misa de dos nuevos sacerdotes del
Oratorio, don Segundo Amerio y don Luis Deppert,
que se celebró el domingo 22 de diciembre con
cantos, músicas y alborozo general. Aquella noche,
después de la cena, paseando y charlando don Bosco
con don Julio Barberis y algunos sacerdotes más,
entre los que se encontraba don Juan Bautista
Lemoyne, empezó a hablar de la bondad de algunos
muchachos y les aseguró que, no hacía mucho, había
visto a dos mientras se confesaban, que se
levantaban del suelo y se mantenían elevados en el
aire durante algún minuto.
-Uno de esos, añadió, empezó a tomar un poco de
carrerilla hacia mí, y después, se levantó sobre
el suelo, casi hasta la mitad de la altura del
reclinatorio. Terminaba la confesión volvió a
bajar muy despacio y se arrodilló para rezar el
acto de contrición. Los compañeros que los
rodeaban me parece que no se dieron cuenta. Cuando
yo paso por el patio y me encuentro con esos dos,
siento respeto. Son muchachos llenos de vida y que
están siempre en movimiento; los compañeros le
consideran bonísimos, pero ninguno se imagina lo
buenos que realmente son.
Por la fiesta de Navidad don Bosco cantó, según
costumbre, la misa de media noche, pero dijo que
era quizás la última vez; ((**It13.766**)) se
había cansado mucho con motivo de la vista, que le
disminuía de modo alarmante, hasta temer perderla
del todo. El rayo que le había caído cerca en 1850
en San Ignacio, le había ocasionado un malestar en
los ojos, que se había repetido muchas veces y que
le atormentó especialmente en el año 1864; el
resultado fue que el ojo derecho le quedó casi
siempre algo ofuscado. En 1878, al acabarse el
otoño, cuando se acortaron los días, trabajaba
muchas horas a la luz de una lámpara; el mal del
ojo derecho creció tanto, que en diciembre no veía
nada con él. Visitóle repetidamente el famoso
oculista Reimon, el cual declaró que también el
ojo izquierdo, ya resentido, corría riesgo de
empeorar en
(**Es13.650**))
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