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A lo que insinuó don Bosco:
-De Vuestra Santidad depende.
Y el Padre Santo concluyó:
-íDesde luego, desde luego!
El Beato le presentó en pocas palabras el
homenaje de toda la Congregación Salesiana y pidió
para todos una bendición especial.
El nuevo Papa había conocido tal vez por vez
primera a los hijos de don Bosco en Ariccia,
durante el verano de 1877. Eran las cuatro de la
tarde, cuando entró en su paupérrima morada un
Prelado muy flaco y pálido, en quien todos
reconocieron al punto al cardenal Pecci, que
acostumbraba veranear por aquellas cercanías. Era
un gran honor una gran alegría para ellos, pero,
al mismo tiempo, una enorme confusión. El
Cardenal, con gran simpatía, ((**It13.487**)) dijo:
-íMis queridos salesianos, tengo mucha sed!
Dadme un poco de agua.
No tenían bebidas; pero había agua fresca y
también algo de azúcar. El bebio, pidió
aclaraciones sobre la marcha de la casa, dio las
gracias y se fue.
No obstante las buenas palabras que le había
dicho en la audiencia, lo cierto es que, en los
primeros días de su pontificado, el nuevo Papa
estaba bastante prevenido sobre don Bosco; tanto,
que no quería recibirle en audiencia privada.
Monseñor Manacorda, obispo de Fossano, fue varias
veces a verle y tantear el terreno; pero, apenas
abría la boca para nombrar a don Bosco, el Papa
cambiaba de conversación y hacía grandes elogios
del Cottolengo, concluyendo que éste era
verdaderamente santo. Observaba Monseñor que la
santidad tiene distintos caracteres, de acuerdo
con las personas y las misiones que les son
confiadas; que en unos domina el espíritu de
predicación, en otros el espíritu de ciencia, en
otros la penitencia heroica o el desprecio de las
riquezas y así sucesivamente. Que el Cottolengo se
había señalado por su abandono total en manos de
la Providencia, y don Bosco agotaba, primero,
todos los medios humanos aptos para alcanzar sus
fines y, después, confiaba ciegamente en la
Providencia. En una palabra, fue necesario un buen
rato para disipar del ánimo del Pontífice los
sentimientos preconcebidos, insinuados sin duda
por otros, pero al fin se logró. La virtud
verdadera, más pronto o más tarde, se abre camino
por sí misma.
El ojo sagaz de León XIII pudo deducir algún
reflejo en algunos pensamientos, que don Bosco
quiso le llegaran por escrito después de la carta
anterior. Lo atestigua el antiguo alumno don Juan
Turchi, que vivía en Roma como preceptor en la
familia del conde Mirafiori.
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