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El asunto de los Conceptinos, que tantas
molestias proporcionó a don Bosco, fracasó, como
sabemos, aunque no ciertamente por su culpa: los
avisados lectores lo habrán comprendido, pero el
Papa no se enteró de las ocultas maniobras. En
cuanto al abarcar demasiadas cosas a la vez,
ciertamente, podía impresionar la gran actividad
emprendedora de don Bosco mirada desde lejos; pero
también es verdad que él no emprendía nada sin los
consejos de una cauta prudencia; y, por otra
parte, si se prescinde del asunto de los
Conceptinos, que fracasó, mas no por deficiencia
suya, no falló ninguna de las empresas por él
acometidas en aquel tiempo. <> había penetrado por desgracia en el
ánimo del Papa; pero la continuación de nuestra
historia arrojará luz sobre las influencias que
actuaron entonces en perjuicio del Siervo de Dios.
Aquí nos limitaremos a narrar un hecho.
En la segunda mitad del año 1877 Pío IX había
escrito tres cartas a don Bosco, el cual le había
contestado en seguida; pero las respuestas no
llegaron nunca al Papa, porque eran interceptadas
por personas residentes en el Vaticano. Se extrañó
el Padre Santo de buenas a primeras del supuesto
silencio de don Bosco; después pensó que su enorme
trabajo era la causa de que descuidase también
altos deberes; por último se lamentaba diciendo:
->>Qué le he hecho yo a don Bosco, para que ni
siquiera se digne contestarme? >>No he hecho por
él cuanto he podido?
También desahogó una vez su disgusto con el
cardenal Bilio, exclamando:
->>Qué mal le he hecho yo a don Bosco para que
no me conteste?
El Cardenal no hallaba palabras para disculpar
al Siervo de Dios de la manera que le sugería su
afecto; y cuando don Juan Cagliero fue a Roma
((**It13.313**)) con
los misioneros, le explicó claramente también todo
lo que en su carta a don Bosco había mencionado
veladamente. Don Juan Cagliero, que sabía
perfectamente que don Bosco había respondido a las
tres cartas con la mayor solicitud y que le
sorprendía mucho no recibir nunca respuesta a las
suyas, le dio plena seguridad. Alegróse
enormemente el Purpurado por tener en sus manos
razones y pruebas para disipar las dudas del Papa,
y Pío IX, al oírlo, levantó los ojos al cielo
exclamando:
-íPaciencia!
Sin embargo, el cardenal Bilio sacó la
impresión de que el Papa no había quedado muy
convencido. Permitió el Señor que el angélico
Pontífice hubiese de llevar en los últimos días de
su vida una de esas
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