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creyeron que iban a prosperar sus negocios con tan
sacrílegas violaciones, mal les salieron las
cuentas, pues antes de un lustro tuvieron que
vender vino, cubas y enseres enológicos y, a fines
de 1876, pusieron en venta el edificio y lo que de
él dependía, como las viñas plantadas alrededor...
La mayoría de los habitantes de Nizza, que
habían aprendido de la piedad de sus padres a
recorrer piadosamente el camino del santuario
mariano, esperaban con ansiedad el fin de aquella
situación. Ninguno se presentaba a la compra.
Dado el espíritu del tiempo, era locura esperar
que aquellos vetustos edificios volvieran a su
primitiva finalidad; pero había un deseo general
de verlos destinados al menos a una obra de
utilidad pública o de beneficencia. Y he aquí que
un hermoso día de la primavera del 1877, llegaba
de Turín completamente inesperado el Beato
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Bosco para visitar aquellos viejos muros. Los
condes Balbo, que tenían alquerías y su casa de
campo en el territorio de Nizza, y otras familias
acomodadas de la población habían trabajado mucho
para inducirlo a hacer aquella visita y encontrar
la manera de remediar la enorme profanación. El
Beato, que buscaba precisamente una nueva vivienda
para las hermanas de Mornese, no había aguardado
entonces a pensar en la histórica y abandonada
mansión de los padres capuchinos. Encontró, pues,
que la solidez de la construcción, lo único que
había quedado sano, no dejaba nada que desear y
que, si bien a costa de muchos trabajos y gastos,
el convento podía ciertamente convertirse en un
centro de educación. Por otra parte, la amenidad
del paraje, la salubridad del aire, la proximidad
de la ciudad, la comodidad de comunicación con
pueblos vecinos y con los centros lejanos, todo
respondía magníficamente a las necesidades de una
comunidad tan numerosa y variada. Pero cuando se
acercó a la entrada de la iglesia, exclamó
horrorizado:
-íVálgame Dios!
Dio un paso atrás. Tenía ante sus ojos un
triste antro. Estaban destruidos los altares, roto
y hecho añicos el pavimento, las paredes
ennegrecidas por el humo, las bóvedas manchadas de
moho por los húmedos vahos; la abominación de la
desolación había realmente entrado en el lugar
santo. Sólo una cosa seguía firme: la solidez de
las obras de albañilería. Era preciso, sí, era
preciso restituir sin tardanza al culto aquella
casa de Dios; era preciso devolver aquel cenobio a
asilo de la piedad. Resolver y hacer eran una sola
cosa para don Bosco.
A partir de aquel momento no tuvo nada más ante
sus ojos que acelerar el cumplimiento de la
empresa.
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