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La más reciente de las tres comunidades, que
era la del colegio Pío de Villa Colón, en
Montevideo, la formaban tres sacerdotes, dos
clérigos y cuatro coadjutores. El director, don
Luis Lasagna, procuró mantenerse en estrecha
relación con su colega de San Nicolás, que dirigía
un colegio del mismo tipo; los dos tenían un
elemento homogéneo, constituido por los hijos de
acomodados estancieros, que aspiraban a
profesiones y carreras liberales. Se ayudaban,
pues, uno a otro, conferenciando juntos a menudo y
poniéndose de acuerdo para la elección de textos
escolares, y también para el empleo de los medios
propios de las casas salesianas. Pero el Director
del colegio Pío se encontró con una dificultad,
que el otro no tenía. Como el colegio de San
Nicolás se hallaba en el campo, los alumnos
internos recibían pocas visitas y resultaba
bastante fácil tenerlos en casa durante el curso
escolar; en cambio, los de Villa Colón estaban muy
próximos a la capital y recibían frecuentes
visitas de los padres, que hubieran querido tener
a los hijos en su casa varias veces ((**It13.164**)) al mes
y aun todos los domingos. El inconveniente era
grave, pero don Luis Lasagna lo resolvió con un
medio muy sencillo.
Entre las compañías piadosas ideadas por don
Bosco para encarrilar al bien a los muchachos,
sobresale la del Santísimo Sacramento; de ella
precisamente supo valerse don Luis Lasagna. La
estableció con los más creciditos, que, por su
edad, suelen dar tono a la vida del colegio;
dispuso a sus socios para la frecuencia de los
sacramentos, los aficionó a la casa y se sirvió de
ellos mismos para apartar a los padres de aquellas
perjudiciales exigencias. Obtuvo así aún más de lo
que esperaba; pues, al ver que sus propios hijos
prescindían de buen grado hasta de la salidas
libres, colmó de admiración a padres y madres que,
cuando hablaban del colegio, ponían por las nubes
sus disposiciones reglamentarias.
El excelente Director, no paró ahí; sino que
también se lanzó a estimular a los socios de la
compañía, para que le ayudaran a hacer obras de
caridad espiritual, como la de catequizar a los
muchachos del vecindario; en lo que le secundaron
admirablemente. En efecto, sus jóvenes
catequistas, lo mismo cuando iban a vacaciones que
cuando salían del colegio, organizaban en sus
casas verdaderos oratorios festivos, dedicándose
cada domingo con gran fervor a la enseñanza de la
doctrina cristiana. Tan admirable iniciativa
juvenil atrajo las simpatías de muchas familias
nobles y ricas, que favorecían la empresa con
regalos y premios para los niños; es más, encontró
también imitadoras en las hermanas de los alumnos
internos, las cuales, a su vez, se ponían a hacer
lo mismo con las niñas. Aquellos oratorios
domésticos dieron
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