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en Bitinia, y fue testigo del eclipse y del
terremoto, que destruyó algunos edificios en la
ciudad de Nicea.
El grande y erudito Benedicto XIV hace alusión
a un cuarto prodigio, no registrado en el
Evangelio, pero sí en la Historia profana.
Creo que no os desagradará oírlo tal como lo
escribe Plutarco en el libro de la Cesación de los
Milagros. Un tal Tamos, dice él, viajaba de Egipto
a Italia en una nave cargada de mercancías y
viajeros. Llegado a corta distancia de las islas
Curzolares, al anochecer, se levantó un viento
impetuoso, que lanzaba la nave de acá para allá y
ponía a todos en gran peligro. De pronto se
calmaron los vientos, amainó el temporal y, en
medio de un profundo silencio, se oyó una voz
desconocida, que llamó dos veces a Tamos. Este no
se atrevía a dejarse ver, pero a la tercera
llamada salió de entre el grupo; y entonces siguió
diciendo la voz:
-Tamos, cuando llegues al puerto de Pélade,
anuncia a voz en grito que ha muerto el Gran Pan.
Al llegar a Pélade, los vientos se calmaron de
nuevo y Tamos pudo anunciar a grandes voces la
muerte del Gran Pan, es decir del Padre de todos
los hombres, el autor de toda la naturaleza.
Apenas había acabado de hablar, cuando se oyeron
gritos y suspiros de muchos que lloraban aquella
muerte.
Cuando llegó la noticia a Roma, el emperador
Tiberio quiso oírla contar al mismo Tamos.
El susodicho Benedicto XIV cree que aquellos
llantos eran gemidos de los espíritus malignos,
que veían aniquilado su poder con la muerte del
Salvador.
Tillemont (nota trigésimo séptima sobre la vida
de Jesucristo), el cardenal Baronio (año trigésimo
cuarto de las Crónicas), Alejandro Natale (I
siglo, Cap. 1); Eusebio de Cesarea y el cardenal
Goti admiten este milagro y añaden que hechos
parecidos, recogidos por la Historia profana,
tienen mucha autoridad para confirmar las verdades
y los hechos de los Libros Santos.
Así expuestos los hechos sucedidos mientras
Jesús pendía de la Cruz en el Calvario, es
menester llegar a una conclusión oportuna para
nosotros como cristianos y como católicos.
Como cristianos, respetables señores, no
debemos olvidar nunca que Cristo Salvador alcanzó
el sublime trono de gloria a la diestra del Padre
Celeste y un Nombre que está por encima de todo
nombre: ((**It12.641**)) pero
esto lo alcanzó con su larga, dolorosa pasión y
muerte. Si deseamos ir al Cielo a la posesión de
la eterna gloria, que nos compró a tan gran precio
y que tiene preparado para todos los redimidos,
debemos imitarlo en los sufrimientos de esta
tierra. Qui vult gaudere cum Christo, oportet pati
cum Christo.
Y como católicos, tengamos grabado en la mente
que hay un solo Dios, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Jesucristo muerto por todos.
Todos nosotros debemos, pues, poner en El nuestra
confianza, creer en El, esperar en El, pues sólo
El con su pasión y muerte nos ha hecho hijos de
Dios, hermanos suyos, miembros de su mismo cuerpo,
herederos de los tesoros mismos del cielo.
Concedednos, Señor, pide la Santa Iglesia, que
participando de los méritos del cuerpo y sangre
sacrificado en la Cruz, merezcamos ser contados en
el número de vuestros miembros: Ut inter eius
membra numeremur, cuius corpori communicamus et
sanguini (Sab. 3.¦ sem. de Cuar.).
Convertidos en miembros del Sagrado Corazón de
Jesús, debemos mantenernos estrechamente unidos a
El, no en abstracto, sino en concreto, en el creer
y en el obrar. Sigue pidiendo la Iglesia que sea
una sola la fe de todos los creyentes, y esta fe
reine
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