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interior que reinaba en sus espíritus. Me miraban
con una dulce sonrisa en sus labios y parecía como
si quisieran hablar, pero permanecieron en
silencio.
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Domingo Savio se adelantó solo, dando unos pasos
hacía mí, y se detuvo tan cerca de donde yo estaba
que si hubiese extendido la mano, ciertamente le
habría tocado. Callaba y me miraba también él
sonriente. íQué hermoso estaba! Su vestido era
realmente singular. Caíale hasta los pies una
túnica blanquísima cuajada de diamantes y toda
ella tejida de oro. Ceñía su cintura con una
amplia faja roja recamada de tal modo de piedras
preciosas que las unas casi tocaban a las otras,
entrelazándose en un dibujo tan maravilloso que
ofrecían una belleza tal de colorido que yo, al
contemplarla, me sentía lleno de admiración.
Pendíale del cuello un collar de peregrinas
flores, no naturales, las hojas parecían de
diamantes unidas entre sí sobre tallos de oro y
así todo lo demás. Estas flores refulgían con una
luz sobrehumana más viva que la del sol, que en
aquel instante brillaba en todo su esplendor
primaveral, proyectando sus rayos sobre aquel
rostro cándido y rubicundo de una manera
indescriptible e iluminándolo de tal forma que no
era posible distinguir cada uno de sus rasgos.
Llevaba sobre la cabeza una corona de rosas;
caíale sobre los hombros en ondulantes bucles la
hermosa cabellera, dándole un aire tan bello, tan
amable, tan encantador, que parecía... parecía íun
ángel!
Parecía que don Bosco al pronunciar estas
últimas palabras hacía esfuerzos por encontrar
expresiones adecuadas; y las concluyó con un gesto
indescriptible y un tono de voz que estremeció a
todos, cual uno que esté rendido por el esfuerzo
hecho para encontrar los términos adecuados para
expresar plenamente su idea. Después de breve
pausa siguió:
No menos resplandecientes de luz estaban los
que le acompañaban. Vestían todos de diversa
manera, pero siempre bellísima; más o menos rica;
quién de una forma, quién de otra, y cada una de
aquellas vestiduras tenía un significado que nadie
sabría comprender. Pero todos llevaban la cintura
ceñida por una faja roja igual a la que llevaba
Domingo.
Yo seguía contemplando absorto todo aquello y
pensaba:
->>Qué significa esto?... >>Cómo he venido a
parar a este sitio?
Y no sabía explicarme dónde me encontraba.
Fuera de mí, tembloroso por la reverencia que
aquello me inspiraba, no me atrevía a decir
palabra. También los demás continuaban
silenciosos.
Finalmente, Domingo despegó los labios para
decir:
->>Por qué estás aquí mudo y como anodadado?
>>No eres el hombre que en otro tiempo de nada se
amedrentaba, que arrostraba intrépido las
calumnias, las persecuciones, las maquinaciones de
los enemigos, y las angustias y los peligros de
toda suerte? >>Dónde está tu valor? >>Por qué no
hablas?
Y contesté a duras penas, balbuceando las
palabras:
-Yo no sé qué decir... Pero, >>no eres tú
Domingo Savio?
((**It12.589**)) -Sí,
lo soy, >>ya no me reconoces?
->>Y cómo te encuentras aquí?, añadí confuso.
Domingo entonces, afectuosamente me dijo:
(**Es12.496**))
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