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el 6 de diciembre, después de un viaje felicísimo.
Tomaron tierra y visitaron, como lo habían hecho
los que les precedieron el año anterior, a
monseñor Lacerda, obispo de Río de Janeiro y le
presentaron los cordiales saludos de don Bosco.
Aquel dignísimo pastor los abrazó tiernamente; y
después, al oír que también ellos iban a Buenos
Aires, dijo con acento de angustia:
-íSiempre a Buenos Aires! Yo tengo en mi
diócesis más de cuarenta grandísimas parroquias
sin un cura; en ellas se nace, se vive y se muere,
Dios sabe cómo. >>Y por qué van todos ustedes a
Buenos Aires?... Díganme qué debo hacer para tener
aquí a alguno... Yo acariciaba el propósito de
fundar en esta ciudad una escuela para aprendices;
pero el Gobierno no quiere frailes... El Señor me
inspiró llamar a los salesianos, que son los
únicos que pueden ser recibidos aquí, por
dedicarse a la educación de la juventud pobre, y
porque su fundador tuvo el santo, sagaz y
providencial pensamiento de no dar a sus hijos
ningún distintivo que les diferenciase de los
sacerdotes seculares.
Don Francisco Bodrato le consoló, prometiéndole
que pasaría por Río de Janeiro el padre Cagliero
con quien podría entablar negociaciones.
-Muy bien, le contestó el Obispo; pero,
entretanto, yo comienzo a hablar con quien está
aquí conmigo, el cual, lo mismo que el padre
Cagliero, debe escribir al Superior General de los
salesianos y así gano tiempo.
Hubiera querido que comiesen con él; pero ellos
tenían que estar a bordo. Los vio marchar con el
corazón lleno de pena.
En Montevideo, donde tomaron tierra el 11 de
diciembre, fueron objeto de las exquisitas
atenciones del Vicario Apostólico, pero apenas si
tuvieron tiempo para entregar algunos equipajes
para Villa Colón. ((**It12.540**)) El 12
de diciembre por la mañana estaban frente a Buenos
Aires. Enseguida advirtieron un vaporcito que se
dirigía rapidísimo hacia el Savoie. Vieron de
pronto sobre el puente de mando a dos sacerdotes;
luego reconocieron en ellos a don Juan Cagliero y
a don José Fagnano. Subieron los dos a bordo. íFue
un momento de verdadera emoción! Pero durante
veinticuatro largas horas ninguno de los pasajeros
pudo desembarcar.
La ciudad de Buenos Aires no contaba todavía
con su magnífico puerto actual; los grandes buques
echaban anclas en mar abierta, a unas diez millas
de la playa. El desembarco se hacía con
vaporcitos, desde los cuales después se
transbordaba a unas barquillas, único medio para
llegar hasta la orilla. Mas para toda esta
maniobra hacía falta que en el gran estuario de la
Plata estuviesen tranquilas las aguas: si
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