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fin, un barullo tal entre estos misioneros que
resulta indescriptible; se afanaban y ya no sabían
lo que hacían. Pero todo se pudo arreglar.
Durante el viaje todos estaban contentos y
hablaban a ratos entre ellos, o conversaban con
don Bosco. Fueron todos alegres al barco, adonde
yo los acompañé. Desde lejos parecía un montón de
madera; pero cuando se está dentro, aquello parece
un pueblo, donde no falta nada y con todas las
comodidades. Me dijo el capitán que había mil
doscientas personas. Los viajeros de tercera
clase, por no hablar de los de cuarta, que son
corderos, terneros, bueyes, gallinas, etc., tienen
todo lo suficiente para comer y no pueden
quejarse. Mirad lo que les dan: café o té por la
mañana; sopa, un plato y fruta en las otras
comidas y cada uno se sirve a discreción; para
dormir hay un gran dormitorio, cada uno tiene una
manta para cubrirse y nada más. El que quiere
dormir se envuelve en la manta como puede, se pone
de un lado, y cuando siente que los huesos se
quejan un poco, se vuelve del otro lado, y así
hasta la mañana.
Pero los de segunda y primera clase están
mejor; tienen sus camas en camarotes de metro y
medio de largo, pero van cuatro o cinco, un sobre
otro, como en un armario, y por tanto el que está
arriba cuando va a dormir tiene que tener cuidado,
y ser discreto cuando está arriba (risas
generales). Digo que debe tener cuidado, porque si
no presta atención, puede meter el pie sobre la
cabeza o la cara del que está debajo. Pero es de
advertir que allí se guarda más modestia que en
cualquier otro lugar; cada uno tiene sus mantas,
colchas, cortinas, etc. Por la mañana hay toda
comodidad para lavarse, limpiarse. Procuré que a
nuestros seis sacerdotes les diesen un camarote
separado donde nadie les molesta. En la mesa los
de segunda clase (y entre ellos, seis de los
nuestros, por no encontrarse sitio en primera
clase) tienen algo más que los de tercera; café o
té por la mañana en el que, si quieren, pueden
mojar un bollo de pan, y además dos o tres clases
de fruta. Para el déjeuner, sopa, vino, carne,
tres platos, tres o cuatro clases de fruta; y para
la cena de la noche tienen otro tanto. Durante el
día tienen a su disposición fruta, bebidas,
copitas de toda clase y todo lo que les haga
falta. Los de la primera clase tienen hasta
demasiada comida, y, si se pusieran en una canasta
todas las sobras de la comida y las enviasen aquí
al Oratorio, creo que habría lo suficiente para
tener alegres y satisfechos a muchos. El comedor
es muy espacioso, todo tapizado, y para cada plato
cambian también de cubierto. Recuerdo que Adamo 1,
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tanto lujo, decía:
-Y >>estas alfombras no se ensucian con estos
zapatones?
Después, al verse servido en todo, exclamaba:
-Pero yo quiero trabajar; si no hago algo, me
pongo enfermo.
Y en la comida se quejaba:
->>Por qué me cambian el tenedor, que ya he
usado? Se ve que tienen tiempo que perder y agua
en abundancia.
-Tiene usted razón, contestaba el camarero,
este tenedor ya está usado.
Además de la abundancia para todo lo material,
tienen nuestros misioneros comodidad para celebrar
la santa misa y los otros para oírla y comulgar.
Veis, pues, que no les falta nada.
Hasta aquí todos estaban alegres; pero cuando
llegó el momento de decirnos: íFeliz viaje!
íAdiós! íQue os vaya bien! Entonces todos
palidecieron y rompieron a llorar.
-íDon Bosco, bendíganos! exclamaron todos
poniéndose de rodillas.
1 Es el de los calabacines (véase pág. 432).
Era un ex capuchino lego. Al llegar a América dejó
a los salesianos y volvió a entrar en su Orden.
Nunca fue novicio ni profeso; don Bosco, esperando
valerse de él también en América, lo envió con los
misioneros como agregado.
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