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((**Es12.439**) En el viaje de Turín a Roma sólo tuvieron nuestros viajeros un incidente digno de nota. Finalizaban por entonces en Pisa los ferrocarriles del Norte de Italia; y por tanto, para seguir viaje, había que sacar de nuevo billetes. Don Francisco Bodrato recibió la orden de presentar a quien correspondía el billete colectivo acabado y sacar otro hasta Roma. Asomóse, pues, a la taquilla y le dijeron que hacían falta quinientas noventa y tres liras. Don Bosco, que esperaba inútilmente su vuelta en la sala, y aún sabiendo ((**It12.518**)) que no tenía dinero, fue a ver; pero, al oír la cantidad que se necesitaba, <>, dijo: ->>Y cómo lo arreglamos? Yo no tengo más que quinientas liras. Busca entre tanto en el bolsillo de la derecha, rebusca en el de la izquierda, vuelve y revuelve la cartera, la pone boca abajo sobre el saliente de la ventanilla, ensanchando todos los pliegues; pero no cae absolutamente nada. Don Francisco Bodrato le imita con mejor fortuna; en efecto, ve caer de su portamonedas sesenta liras. Don Luis Lasagna, oliendo el postre, da una vuelta para recoger lo de todos los portamonedas de los compañeros y vuelve con treinta y dos liras. Bodrato, con aire de triunfo, añade las dos pequeñas cantidades a la de don Bosco; pero con las prisas ha contado mal; faltan todavía cuatro liras. -Si no las encuentra, le dice fríamente el expendedor de billetes, salen sus compañeros y usted se queda aquí. Se había esparcido por la estación la voz de su miseria, pero nadie se movía ante el triste caso. El jefe de estación iba ya a dar la señal de salida. >>Qué hacer? Don Bosco <> 1 dijo unas palabras al jefe de estación, pero éste no quiso escuchar nada. Finalmente, volvió a hurgar en otro bolsillo y he ahí que apareció un portamonedas olvidado en la primera rebusca de donde salieron las providenciales cuatro liras, en moneditas de plata del antiguo gobierno. Menos mal que no pusieron dificultades para recibirlas. Pero es verdad que no hay mal que por bien no venga. Los misioneros habían permanecido en tierra hasta entonces, a la espera de lo que sucediera, y en el intervalo los viajeros habían invadido y atestado los coches. Fue, pues, necesario enganchar a toda prisa un vagón expresamente para ellos, que tuvieron la satisfacción de ocuparlo solos. Era la hora del amanecer y, dueños como eran del coche, pudieron rezar libremente, juntos y en alta voz, las oraciones de la mañana; después 1 Las frases entrecomilladas aquí y más arriba están sacadas de una carta de don Francisco Bodrato a don Julio Barberis; Roma, 9 de noviembre de 1876. (**Es12.439**))
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