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En el viaje de Turín a Roma sólo tuvieron
nuestros viajeros un incidente digno de nota.
Finalizaban por entonces en Pisa los ferrocarriles
del Norte de Italia; y por tanto, para seguir
viaje, había que sacar de nuevo billetes. Don
Francisco Bodrato recibió la orden de presentar a
quien correspondía el billete colectivo acabado y
sacar otro hasta Roma. Asomóse, pues, a la
taquilla y le dijeron que hacían falta quinientas
noventa y tres liras. Don Bosco, que esperaba
inútilmente su vuelta en la sala, y aún sabiendo
((**It12.518**)) que no
tenía dinero, fue a ver;
pero, al oír la cantidad que se necesitaba, <>, dijo:
->>Y cómo lo arreglamos? Yo no tengo más que
quinientas liras.
Busca entre tanto en el bolsillo de la derecha,
rebusca en el de la izquierda, vuelve y revuelve
la cartera, la pone boca abajo sobre el saliente
de la ventanilla, ensanchando todos los pliegues;
pero no cae absolutamente nada. Don Francisco
Bodrato le imita con mejor fortuna; en efecto, ve
caer de su portamonedas sesenta liras. Don Luis
Lasagna, oliendo el postre, da una vuelta para
recoger lo de todos los portamonedas de los
compañeros y vuelve con treinta y dos liras.
Bodrato, con aire de triunfo, añade las dos
pequeñas cantidades a la de don Bosco; pero con
las prisas ha contado mal; faltan todavía cuatro
liras.
-Si no las encuentra, le dice fríamente el
expendedor de billetes, salen sus compañeros y
usted se queda aquí.
Se había esparcido por la estación la voz de su
miseria, pero nadie se movía ante el triste caso.
El jefe de estación iba ya a dar la señal de
salida. >>Qué hacer? Don Bosco <> 1 dijo unas palabras al
jefe de estación, pero éste no quiso escuchar
nada.
Finalmente, volvió a hurgar en otro bolsillo y he
ahí que apareció un portamonedas olvidado en la
primera rebusca de donde salieron las
providenciales cuatro liras, en moneditas de plata
del antiguo gobierno. Menos mal que no pusieron
dificultades para recibirlas.
Pero es verdad que no hay mal que por bien no
venga. Los misioneros habían permanecido en tierra
hasta entonces, a la espera de lo que sucediera, y
en el intervalo los viajeros habían invadido y
atestado los coches. Fue, pues, necesario
enganchar a toda prisa un vagón expresamente para
ellos, que tuvieron la satisfacción de ocuparlo
solos. Era la hora del amanecer y, dueños como
eran del coche, pudieron rezar libremente, juntos
y en alta voz, las oraciones de la mañana; después
1 Las frases entrecomilladas aquí y más arriba
están sacadas de una carta de don Francisco
Bodrato a don Julio Barberis; Roma, 9 de noviembre
de 1876.
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