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gracia de Dios y por tanto sólo a él sean dados el
honor y la gloria: soli Deo honor et gloria!
Fueron primero a Roma para recibir la bendición
del Padre Santo; el Vicario de Jesucristo los
acogió cordialmente; tras recibir de El la misión,
volvieron a Turín y partieron de nuevo el 11 de
noviembre; el 14 zarpaban de Génova rumbo a la
República Argentina. Tras un largo y feliz viaje,
cuyos detalles están descritos en un libro a
propósito para quien desease leerlo, arribaron a
Buenos Aires. Allí tuvieron un recibimiento tan
extraordinario como apenas podían esperarse de los
más grandes amigos, especialmente del docto y
piadoso Arzobispo, que los trata como padre
amoroso a sus hijos. Se esparció la voz de su
llegada y enseguida se movieron muchos,
especialmente italianos, que salieron a su
encuentro, en gran número, para obsequiarlos y
suplicarles que se quedaran en dicha ciudad para
atender a sus familias y a sus ((**It12.513**))
compatriotas. Los misioneros iban decididos a
trasladarse todos a San Nicolás de los Arroyos,
para trabajar en aquella viña, que parecía había
de ser roturada la primera; pero tanto insistieron
los de Buenos Aires, y era tan grande la necesidad
que allí había de predicadores evangélicos, que
hubo que contentarlos y dividir en dos grupos el
personal; tres se quedaron en Buenos Aires.
Es útil repetir que el fin de esta misión era
prestar ayuda moral a los muchachos italianos, que
viven en América del Sur, y hacer un primer ensayo
de aproximación a los salvajes de las Pampas y de
la Patagonia. Algunos antiguos alumnos del
Oratorio, que se habían instalado en aquella
ciudad y en los pueblos de la provincia, acudían
con verdadero entusiasmo, ansiosos de ver a sus
compañeros de oficio, de estudios y de juegos.
Por esto nos ofrecieron enseguida en Buenos
Aires la dirección de la iglesia dedicada a la
Madre de la Misericordia, llamada también iglesia
de los italianos y don Juan Cagliero comenzó
inmediatamente una serie de sermones, con motivo
de la novena de Navidad. Se obtuvo un gran fruto,
y acudía la gente a escucharlo desde más de veinte
y treinta leguas. La iglesia estaba siempre
abarrotada, lo mismo para oír los sermones en
italiano que en castellano, que alternaban mañana
y tarde. Muchas horas del día estaban consagradas
a las confesiones y, como no se podía atender a
todos los hombres que se presentaban por la
escasez de tiempo y lugar, hubo que continuar,
después de la fiesta de Navidad, predicando y
confesando durante la octava. Y no paró ahí;
parece que sigue aumentando continuamente, tanto
que se piden más misioneros, para que no tengan
que perecer con las fatigas los que actualmente
están allí.
Mientras tanto los otros siete siguieron viaje
hasta San Nicolás, que dista de la capital
veinticuatro horas de navegación fluvial. Creían,
según los acuerdos, encontrar allí el colegio con
su iglesia preparado para admitir un centenar de
muchachos; pero la obra estaba sólo comenzada y no
había local preparado más que para seis u ocho
muchachos. Los salesianos no se desconcertaron.
Ayudados por algunas buenas personas del lugar
pusieron ellos mismos manos a la obra. Era hermoso
ver cómo, al tiempo que empezaban a dar clase,
cada uno se transformaba en maestro de todo. Ellos
mismos hacían de contratistas, maestros de obras,
albañiles, cerrajeros y carpinteros. Así avanzó la
obra rápidamente.
A medida que quedaba listo un rincón o una
sala, se ocupaba al momento, y las admisiones de
alumnos eran continuas. íAlgo increíble! Al cabo
de seis meses, llegó aquella construcción al punto
de poder atender a ciento treinta alumnos; y allí
están y dan las pruebas más satisfactorias de
aplicación, moralidad y disciplina. Y los
muchachos pertenecen a las familias más
distinguidas.
Al mismo tiempo que se comenzaron las clases
elementales y clásicas, en San
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