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bondad con que su compañero, más joven que él,
recibió la primera amonestación. La asistencia a
los alumnos durante el recreo exigía que todos,
por la mañana, después de tomar a toda prisa el
café, se apresurasen a salir al patio. El clérigo
Giulitto, no acostumbrado todavía a aquella
maniobra, se retrasaba un poco. Recibió la
amonestación y la agradeció muchísimo: ya no se
quedó allí ni un instante más del necesario. Otra
cosa recuerda don Luis Nai perfectamente. Era José
Giulitto lector asiduo del Tratado de Perfección
del padre Rodríguez y se lo sabía al dedillo; por
eso frecuentemente, ya fuera para dirimir
cuestiones, ya fuera para aclarar ciertos puntos
ascéticos, ora para corroborar una manera propia
de ver, ora para enderezar ideas torcidas, acudía
sin falta a su consabido Ipse dixit, que era: -El
padre Rodríguez dice así, el padre Rodríguez dice
asá.
También don Juan Bonetti hace alusión a ello al
recordar en su opúsculo dos hechos que confirman
lo antes dicho. Cierto compañero se quejaba con él
de una ocupación que, por su poca mortificación,
le resultaba pesada, y Giulitto le contestó:
-Mira, vete a leer el tratado primero de la
segunda parte del padre Rodríguez y, lo que ahora
encuentras pesado, se te hará ligero como paja.
A otro, que se mostraba un poco reacio a
obedecer, le aconsejó que leyera durante unos días
el tratado quinto de la tercera parte, y añadió:
-Confío que, al cabo de ocho días, serás el más
obediente de la casa.
Al llegar a su nueva residencia, lo primero que
hizo fue fijarse un horario, asignando a cada
parte de la jornada su ocupación, de modo que no
tuviese que perder ni una brizna de tiempo. Bajo
((**It12.439**)) ningún
pretexto se dispensaba de la meditación o de la
lectura espiritual. Su profunda piedad a Jesús
Sacramentado le proporcionaba tal jovialidad de
maneras y tal serenidad de semblante, que todos le
querían; hasta el médico, que lo atendió en su
última enfermedad, estaba encantado .
En septiembre de 1875, cuando él no lo
esperaba, díjole don Bosco que se preparase para
recibir las órdenes menores y pasar después, con
breves intervalos, a las mayores. El clérigo
apenas tenía veintidós años; pero don Bosco estaba
muy necesitado de sacerdotes y, en cuanto podía,
rompía los intervalos. El imprevisto anuncio le
desconcertó un tanto. Don Bosco, que lo conocía a
fondo, le animó, pidió las oportunas dispensas y
después lo recomendó a monseñor Ferré, Obispo de
Casale, siempre tan bondadoso con el Siervo de
Dios.
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