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((**Es12.370**) de Ivrea. Tuvo desde niño un extraordinario espíritu de oración; en casa y en el colegio de Caluso, donde comenzó el bachillerato clásico, fue sorprendido a veces, lo mismo de día que de noche, apartado y absorto en oración. Aspiraba al sacerdocio, oyó a uno de los maestros hablar del Oratorio y quedó tan enamorado de él que quiso ir a terminar allí el bachillerato. Tenía dieciséis años. Era de estatura más que mediana, rostro pálido, aspecto sencillo y porte corriente; vestía humildemente, pero limpio; como le pareció al Director de estudios que llegaba para empezar el bachillerato, sin preguntarle nada, le llevó al aula de la sección inferior del primer curso. El no dijo palabra, y se estuvo allí tranquilo todo el día, pero, al siguiente, su ejercicio de redacción descubrió el error. De talento despierto, descolló entre los primeros del quinto curso. Su piedad le abrió inmediatamente las puertas de las Compañías de San Luis y del Santísimo Sacramento y más tarde le dio entrada en la de la Inmaculada Concepción, reservada a los mejores. Llegada la hora de decidir sobre la vocación, no titubeó un instante. ((**It12.435**)) Se le presentaron personas distinguidas e influyentes, para disuadirlo, y les dijo que en materia de vocación sólo se escucha la voz de la conciencia y la palabra del propio director de espíritu. Entró en el noviciado y se puso enteramente en manos del Maestro, el cual no dudó en proclamarlo, en la relación escrita que debía dar a don Bosco, como <> y <>. Uno de sus primeros pensamientos fue aprender a meditar. Leyó, preguntó y al fin se atuvo a este método. Al principio, al ponerse en la presencia de Dios, se figuraba que Jesús Crucificado estaba ante él y que le observaba amorosamente desde la cruz. En el curso de la meditación daba de vez en cuando miradas con la mente al crucifijo, imaginándose que recibía de él alientos para considerar a fondo la verdad que meditaba. Al final rogaba a Jesús que dejase caer sobre él una gota de su preciosísima sangre, como prenda de perdón y de gracia. Concluía la meditación tomando algunos buenos propósitos. Por este continuo pensamiento en Jesucristo a lo largo de la meditación, se sentía movido a escudriñar atentamente su corazón y a tomar firmes resoluciones. Conoció plenamente el valor de la obediencia. Un compañero le manifestó sus antipatías hacia cierto superior inmediato: Vigliocco se dio a explicarle la doctrina de san Alfonso, de que ordinariamente es una gran fortuna tener a un superior que nos parece lleno de defectos, porque así podemos conocer si somos verdaderamente obedientes o no, es decir, si obedecemos al hombre porque nos agrada, o a Dios a (**Es12.370**))
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