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notó finalmente que él no hacía nada sin que
apareciese querido o inspirado por don Bosco o por
lo menos ejecutado en su nombre, salvo las medidas
odiosas.
El mismo don José Vespignani nos certifica
otras cosas, que fue observando entonces día a día
con sus propios ojos en aquel gran hijo de don
Bosco. En la vida comunitaria le veía siempre con
puntualidad en su puesto, tan puntual que, a
veces, para ir a rezar las oraciones de la noche
con los hermanos y los muchachos, cortaba la
conversación con don Bosco, a pesar de serle tan
querida. Veíale cómo procuraba, con prudente
discreción, que se hiciese la lectura en el
comedor y que se hiciese bien. Aquel año se acabó
de leer en el comedor la Historia Eclesiástica de
Rohrbacher; se habían empleado nueve años para
leer quince gruesos volúmenes, porque, además, se
intercalaban otras lecturas, y quería don Bosco
que, cuando se leían obras muy voluminosas, se
suspendiese su lectura de agosto a noviembre; la
razón era que durante aquel tiempo había mucho
movimiento de personal y la mayor parte de los de
la casa no podían seguir la narración continuada
de los hechos. Añadiremos que Rohrbacher le
parecía a don Bosco el autor más apropiado para la
lectura durante la comida, omitiendo algunas
páginas, que aconsejaba suprimir por encontrarse
allí clérigos jóvenes y coadjutores.
Además veíale don José Vespignani, después de
las oraciones de la noche, pasear lentamente y
solo bajo los pórticos, rezando muy devotamente el
rosario, y avisar con buenas maneras a los que no
guardaban el silencio mandado por la Regla o que
no tenían prisa por retirarse; después de lo cual
daba una vuelta por todo el Oratorio.
Nuestro testigo supo que repetía esta inspección a
media noche, y que la terminaba en la iglesia ante
el Santísimo Sacramento.
Era uno de los confesores ordinarios. Don José
Vespignani nos dice cómo confesaba. Lo hacía con
ardor. Al amonestar ((**It12.378**)) al
penitente acercaba bastante los labios a su oreja
y le presentaba reflexiones y consejos muy
oportunos. El que se confesaba con él, sacaba la
impresión de un gran celo por encender en las
almas el amor a Dios y el deseo de perfección.
Su cargo le obligaba avisar y mandar. Nuestro
informador nos proporciona, a este propósito,
noticias dignas de ser conocidas. Don Miguel Rúa
prestaba atención a todo, mas sin despertar
sospecha de que desconfiara o espiase: a tanto
llegaba la suavidad y dulzura de su proceder. Pero
sobre su escritorio tenía habitualmente tiritas de
papel, que los encuadernadores le preparaban a
montones, con los recortes de las hojas.
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