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-Súrgite! Y nos pusimos todos de pie y sentimos
que una fuerza sobrenatural nos elevaba
sensiblemente sobre la tierra y subimos, no sabría
precisar cuánto, pero puedo asegurar que todos nos
encontrábamos muy alto. Tampoco sabría decir dónde
descansaban nuestros pies. Recuerdo que yo estaba
agarrado a la cortina o al repecho de una ventana.
Los jóvenes se sujetaban, unos a las puertas,
otros a las ventanas; quién se agarraba acá, quién
allá; quién a unos garfios de hierro, quién a unos
gruesos clavos, quién a la cornisa de la bóveda.
Todos estábamos en el aire y yo me sentía
maravillado de que no cayésemos al suelo.
Y he aquí que el monstruo que habíamos visto en
el patio, penetró en la sala seguido de una
innumerable cantidad de fieras de diversas clases,
todas dispuestas al ataque. Corrían de acá para
allá por el comedor, lanzaban horribles rugidos,
parecían deseosas de combatir y que de un momento
a otro se habían de lanzar de un salto sobre
nosotros. Pero por entonces nada intentaron. Nos
miraban, levantaban el hocico y mostraban sus ojos
inyectados en sangre. Nosotros lo contemplábamos
todo desde arriba, y yo, muy agarradito a aquella
ventana, me decía:
-Si me cayese, íqué horrible destrozo harían de
mi persona!
Mientras continuábamos en aquella extraña
postura, salió una voz de la imagen de la Virgen
que cantaba las palabras de San Pablo:
-Sumite ergo scutum fidei inexpugnabile.
(Embrazad, pues, el escudo de la fe inexpugnable).
Era un canto tan armonioso, tan acorde, de tan
sublime melodía, que nosotros estábamos como
extáticos. Se percibían todas las notas desde la
más grave a la más alta y parecía como si cien
voces cantasen al unísono.
Nosotros escuchábamos aquel canto de paraíso,
cuando vimos partir de los flancos de la Virgen
numerosos jovencitos que habían bajado del
((**It12.353**)) cielo.
Se acercaron a nosotros llevando escudos en sus
manos y colocaban uno sobre el corazón de cada uno
de nuestros jóvenes. Todos los escudos eran
grandes, hermosos, resplandecientes. Reflejábase
en ellos la luz que procedía de la Virgen,
pareciendo una cosa celestial. Cada escudo en el
centro parecía de hierro, teniendo alrededor un
círculo de diamantes y su borde era de oro
finísimo. Este escudo representaba la fe. Cuando
todos estuvimos armados, los que estaban alrededor
de la Virgen entonaron un dúo y cantaron de una
manera tan armoniosa, que no sabría qué palabras
emplear para expresar semejante dulzura. Era lo
más bello, lo más suave, lo más melodioso que
imaginar se puede.
Mientras yo contemplaba aquel espectáculo y
estaba absorto escuchando aquella música, me sentí
estremecido por una voz potente que gritaba:
-Ad pugnam! (íA la pelea!).
Entonces todas aquellas fieras comenzaron a
agitarse furiosamente. En un momento caímos todos,
quedando de pie en el suelo, y he aquí que cada
uno luchaba con las fieras, protegido por el
escudo divino. No sabría decir si la batalla se
entabló en el comedor o en el patio. El coro
celestial continuaba sus armonías. Aquellos
monstruos lanzaban contra nosotros, con los
vapores que salían de sus fauces, balas de plomo,
lanzas, saetas y toda suerte de proyectiles; pero
aquellas armas no llegaban hasta nosotros y daban
sobre nuestros escudos rebotando hacia atrás. El
enemigo quería herirnos a toda costa y matarnos y
reanudaba sus asaltos, pero no nos podía producir
herida. Todos sus golpes daban con fuerza en los
escudos y los monstruos se rompían los dientes y
huían. Como las olas, se sucedían aquellas masas
asaltantes, pero todos hallaban la misma suerte.
Larga fue la lucha. Al fin se dejó oír la voz
de la Virgen que decía:
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