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discursos de personajes notables y el discurso de
clausura ((**It12.277**)) del
Arzobispo. El buen Pastor felicitó al pueblo
Arroyero, por haber levantado un templo para la
enseñanza y educación cristiana de la juventud y
dio las gracias a los salesianos proclamándolos
<>. Los muchachos, que habían sido la alegría
y consuelo del Arzobispo durante los dos días, le
ganaron las simpatías de la población,
acompañándole con sus <> jubilosos cuando
iba a embarcarse en el puerto del Paraná.
Los salesianos de San Nicolás no limitaron su
trabajo al colegio y a la ciudad. El director don
José Fagnano y sus hermanos se habían conmovido en
las excursiones de los primeros días, al darse
cuenta de la miseria moral y el abandono religioso
en que vivían tantos italianos diseminados a
enormes distancias por aquel inmenso campo. Por
eso, desde el primero de junio, se aceptó la
misión de las estancias o haciendas, que, con
incalculables incomodidades, visitaban los
nuestros de vez en cuando, para llevar hasta ellas
los beneficios de su ministerio sacerdotal.
Un hecho singular despertó en muchos de la
ciudad y del campo la fe adormecida. Entre los
recuerdos, que don Bosco dio a los misioneros,
sobresalía éste: <>.
Se acordaron de él los hermanos de San Nicolás en
un momento muy oportuno.
Está aquella zona sujeta al terrible azote de
las langostas. Caen encima de repente en densos
nubarrones y destruyen en pocos días la cosecha
del año y dañan la de los años siguientes. Hacía
ya tres años consecutivos que se repetía el
desastre, y comía la miseria a los habitantes.
También el año 1876 llegó la noticia de que la
plaga asolaba algunas localidades próximas. Cuando
los salesianos vieron el pánico general pensaron
invitar a los pueblos a ponerse bajo la protección
de María Auxiliadora; y publicaron un triduo
solemne en su iglesia. No faltaron quienes,
alardeando de espíritus superiores a toda
superstición, hacían burla de las beaterías de la
gente sencilla; pero, especialmente los italianos
acudieron en masa. Tres días después llegó la
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langosta; en media hora se cubrió el campo y la
ciudad; árboles, prados, calles, casas y paredes,
todo desapareció bajo una capa del color rojo
grisáceo de las hormigueantes langostas. La
cantidad superaba con mucho a la de las invasiones
anteriores; si se hubiesen detenido un par de
días, no habría quedado en todo el territorio ni
una hoja de árbol, ni una brizna de hierba. El
escarnio de los escépticos se hizo más insultante;
pero los fieles redoblaron sus plegarias y
añadieron sus
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