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((**Es12.219**) quiera. Le aseguro que su patrimonio quedaría muy bien colocado y íde qué manera! Hace poco el barón Catella desahogaba conmigo su pesar por no tener a quién dejar su herencia. íDéjelo a mi cuidado, le dije, y ya verá como a la vuelta de pocos días su hacienda producirá el ciento por uno! Lo convertiremos todo en panecillos para nuestros muchachos y compraremos sábanas, camisas, chamarretas... Y usted, amigo Dassano, a ver si acierta cuánto hubo que gastar últimamente para comprar un par de sábanas para cada uno de los de casa. Son sumas fabulosas, créame, que nadie adivinaría. -Seiscientas u ochocientas liras, contestó el reverendo Dassano, creyendo decir mucho. -íEscuche, escuche! Una sábana cuesta unas ocho liras. Compre para ochocientos y saque la cuenta; son de ((**It12.252**)) doce a catorce mil liras. Añada lo demás que hay que proveer, pantalones, medias, camisas, y usted verá. Tenía don Bosco el arte de hacer patentes las necesidades económicas del Oratorio, sobre todo cuando se encontraba con personas adineradas, hablando de mantas, ropa y pan, según las personas y la estación del año, y haciendo sobre ello cálculos sencillísimos, que arrojaban insospechadas y aterradoras sumas. Pero tenía la precaución de no entablar semejantes conversaciones de golpe y sin preámbulos o como quien pedía socorro y ayuda; él más bien solía tomar la ocasión y punto de partida de las palabras de su interlocutor y lo llevaba paso a paso hasta dar con el tema, como una conclusión natural del razonamiento. Al llegar a Cambiano el sacerdote bajó y, como don Bosco se quedó sin poder seguir su conversación, se puso a corregir los cuadernos de historia antigua, escritos por don Julio Barberis, que le había entregado el día anterior; de vez en cuanto le hacía notar expresiones poco acertadas, hipótesis menos seguras y otros defectos, y no dejó aquel trabajo hasta llegar a la estación de Villafranca. Allí se vio lo mucho que querían y veneraban a don Bosco los sacerdotes del pueblo, todos los cuales salieron a su encuentro, con profusión de demostraciones de gran respeto. Especialmente el cura-párroco, que sobrepasaba los sesenta, no cabía en sí de gozo y no cesaba de hablar de don Bosco, del Oratorio, de Buenos Aires, en plan de admirador bien informado y sincero. También lo acompañaban, con el mayor respeto, el vicario y el maestro municipal, sacerdotes muy corteses los dos. Con ellos entró el Beato en casa de don Messidonio, donde estuvo hasta las cuatro en conversación animada y variada. Dio a conocer a los presentes la obra de María Auxiliadora: tema muy oportuno, pues (**Es12.219**))
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