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Para preparar bien el ánimo de los aprendices
al mes de María, su catequista organizó una velada
sui generis, que se celebró en el salón de los
sótanos de la iglesia. Se apodó velada
catequística. Queremos describirla. Quien hubiera
bajado a aquel amplio espacio habría visto la
asamblea, presidida desde un alto palco por don
Miguel Rúa, don César Chiala y otros Superiores; a
un lado la banda, los maestros de taller, algunos
clérigos y coadjutores; al otro lado los
muchachos, que llenaban todo el espacio; había en
el centro un espacio rectangular despejado y una
mesita a un lado; estaba sentado junto a la mesita
el coadjutor Barale con una bolsa, que contenía
unas papeletas con las preguntas del catecismo
escritas: Avanzaban al rectángulo del centro los
que iban a ser interrogados, cinco o seis por vez,
y se renovaban cada cuarto de hora. Barale extraía
las papeletas y preguntaba. Los Superiores tomaban
nota, cada uno por su cuenta, de los que
contestaban mejor. Al final, mientras se
declamaban poesías y se interpretaban piezas de
música, se hizo el escrutinio de los votos; y,
después, se repartieron los premios y diplomas de
honor.
Hemos omitido un detalle. El último en ser
preguntado pidió a Barale que contara un ejemplo,
pues esa era la costumbre, después de la lección
de catecismo. Barale aceptó y recordó brevemente
la vida de César de Bus, con claras alusiones a
don César Chiala. Estallaron aplausos al Director
de los aprendices; y, como andaba siempre algo
delicado, en las poesías y discursos se elevaban
preces al Señor por su curación. ((**It12.210**)) Al
término de la velada le ofrecieron un ramo de
flores artificiales, en cuyos pétalos estaban
escritos los nombres de los que habían comulgado
por él. Los aprendices derrocharon su entusiasmo
por su Director o catequista. Por aquellos días
fueron muchas las peticiones para ingresar en la
Conregación, y como pareció oportuno el momento,
se dieron para ellos unas conferencias a
propósito. Don Bosco, que sentía la necesidad de
buenos coadjutores, estuvo muy contento de ello.
Era admirable sin duda el gran interés de los
muchachos del Oratorio por sus Superiores
enfermos. También los estudiantes dieron bonitas
pruebas de ello. Don Pedro Guidazio se encontraba
bastante mal, pero su temple enérgico y trabajador
no le permitía dejar sus clases al quinto curso.
Los alumnos, apesadumbrados, iban a porfía a
comulgar por él, y cada tarde, durante el recreo
de la merienda, los cuarenta que eran, se juntaban
en el ábside del templo de María Auxiliadora par
rezar juntos la corona al Sagrado Corazón de
Jesús. Escenas parecidas se renovaban cada año, y
no sólo por un superior, sino también por
compañeros o por las necesidades de la casa.
(**Es12.185**))
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