((**Es12.151**)ocho,
aparecía don Francisco Giacomelli, quien, después
de confesarse con don Bosco, oía a su vez la
confesión de éste.
Mientras tanto se había ido preparando el Beato
para su lectura arcádica. Fue un trabajo que debió
costarle lo suyo, pues está repleto de citas y
saturado de ideas a lo largo de su notable
extensión. Reinaba una viva expectación, aunque no
fuera más que por lo singular del caso de que un
sacerdote piamontés, dedicado a obras de
apostolado y ajeno al mundo de las letras, un
sacerdote con fama de santo, se presentara en
aquel centro romano de cultura para hacer oír una
composición suya a un público acostumbrado a oír a
literatos consumados y aun de gran fama.
El Siervo de Dios se cautivó la benevolencia
del auditorio, sobre todo por su sinceridad.
Sinceridad de lenguaje en el exordio, en el que la
modestia de las expresiones no estaba falta de
sutiles valores, sino confirmada por la misma
humildad del estilo, en el que era vano esperar
cualquier afán de afectación. Sinceridad en la
elección del tema, que jamás hubiera pasado por la
mente de ninguno para aquella circunstancia, pero
apropiado como ningún otro para la religiosidad de
la hora, las <>, tema obvio para una alma de
Dios, que no encuentra en la tarde del viernes
santo nada mejor para pasar de esta manera las
tres horas llamadas de agonía. Sinceridad en todo
el desarrollo, como podía esperarse de quien,
siempre y en todas partes, tenía a gala ser y
mostrarse sacerdote; un razonamiento religioso de
pies a cabeza y tendente sin reticencias ni
eufemismos al bien espiritual de los oyentes.
Sinceridad en la conclusión, donde estalla la
férvida devoción de don Bosco al Papa.
Con natural y elegante paso viene aquí a hablar
de la unión de los verdaderos creyentes con Pedro
y con sus sucesores, invitando a todos a <((**It12.171**))
alrededor del grande e intrépido Vicario de
Jesucristo, del fuerte e incomparable Pío IX>>.
Y prosigue diciendo: <(**Es12.151**))
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