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tenía en la habitación para ver si podía deducir
por ellos alguna cosa; pero de momento no pude
sacar nada en limpio. Pedí otros registros a don
Carlos Ghivarello; pero fue inútil. Siempre
pensando en ello, hice que me pasaran los
registros antiguos para obedecer al mandato de
aquella voz misteriosa y observé que, de los
muchos jóvenes que comienzan sus estudios en
nuestros colegios para seguir después la carrera
eclesiástica, apenas si perseveraba un quince por
ciento; es decir, ni siquiera dos de cada diez
llegaban a recibir el hábito eclesiástico; se
alejaban del Santuario por asuntos familiares, por
los exámenes en el Liceo, por haber cambiado de
voluntad, lo que suele ocurrir en el curso de
Retórica. Y, por el contrario, los que vienen ya
mayores, casi todos, a saber ocho de cada diez,
visten la sotana y llegan a ello en menos tiempo y
con menos trabajo.
Me dije entonces:
-De éstos estoy más seguro y pueden llegar en
menos tiempo; esto era lo que buscaba. Tendré que
ocuparme especialmente de ellos, abrir colegios
expresamente para ellos y buscar el modo de
atenderlos de una manera especial.
Por el resultado se verá después, si lo que
sucedió fue un sueño o una realidad.
Desde aquel momento, la idea de abrir colegios,
en los que muchachos ya mozos, llamados al estado
eclesiástico, se encontraran con un programa de
estudios acelerados a propósito para ellos, fue
tomando cuerpo y se convirtió en firme propósito.
Un sueño aclarador tenido en Roma el 15 de marzo,
parecía destinado a disipar las sombras que le
habían acompañado durante el camino. Lo contó allí
mismo en casa de Sigismondi, sentado a la mesa y
presente su secretario don Joaquín Berto, que es
quien nos ha transmitido la relación. El Siervo de
Dios dijo así:
((**It11.34**)) La
pasada noche dormí poco. Tuve un sueño que me
cansó mucho y fue éste:
Me pareció hallarme en un jardín junto a un
árbol con frutas tan gruesas que admiraban. Estaba
el árbol cargadísimo de fruta de tres clases:
había higos, melocotones y peras. De pronto se
levantó un viento impetuoso y empezó a caer sobre
mí una granizada mezclada con piedras. Busqué
entonces donde refugiarme; pero apareció uno que
me dijo:
-Deprisa, recoge la fruta.
Busqué un canasto, pero era muy pequeño, por lo
que el otro me dijo a gritos:
-Busca otro más grande.
Y lo cambié: pero, apenas había tomado dos o
tres frutas de aquéllas, el canasto quedó lleno.
De nuevo me gritó el otro, diciéndome que buscara
un canasto mayor.
Lo encontré, y el otro añadió:
-Date prisa, porque el granizo lo destroza
todo.
Y me puse a recoger. Pero cuál no fue mi
sorpresa cuando, al tomar unos higos
extraordinariamente grandes, advertí que estaban
dañados por un lado. El desconocido se puso
entonces a gritar:
-Deprisa, escógelos.
Me puse entonces a elegir los buenos y los fui
colocando en tres grupos en un canasto. A un lado
puse los higos, al otro los melocotones y en medio
las peras; pero(**Es11.36**))
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