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((**Es11.343**) Hace ya bastante tiempo, mis queridos amigos, que no nos hemos visto. Salí de Turín el 11 del mes pasado para acompañar a nuestros misioneros hasta Génova. Desde allí fui a Niza para arreglar varias cosas, de las que precisamente quiero hablaros. Esta noche os contaré algunos detalles de la partida de nuestros misioneros. El jueves, 11 de noviembre, salimos en el tren a las siete y media de la tarde y llegamos a media noche a Sampierdarena. El viaje fue bueno, hablamos un rato de varias cosas; se hizo silencio y algunos durmieron; de vez en cuando se oían los sollozos mal reprimidos de alguno que lloraba. En Sampierdarena nos esperaba don Pablo Albera y nos alojamos en su hospicio de San Vicente. Los dos días siguientes se dedicaron a ultimar los preparativos para el viaje: unos debían cumplir todavía ciertas formalidades para los pasaportes, otros comprarse algunas cosas necesarias. Además, había que escribir cartas y dar disposiciones y ((**It11.403**)) despedirse de la gente de este mundo antes de partir para el otro (sonrisas generales). En Sampierdarena se pudo apreciar el afecto que tenían a don Bosco. No pude separarme de ellos ni por un momento. Si iba a la iglesia, me acompañaban a la iglesia a rezar; si iba a desayunar, venían conmigo al refectorio; si iba a mi cuarto, a mi cuarto que subían conmigo; no daba un paso sin que me acompañaran. Por mi parte os diré que tampoco yo podía estar sin ellos; de modo que, si no hubieran ido tras de mí, hubiera ido yo tras ellos. Tenía muchas cosas que decirles; pero eran más las que ellos querían escuchar, preguntar y decirme. Parecía que fuera imposible la separación. Yo había escrito ya muchas cosas para ellos, como normas y recuerdos de un padre para cuando estuvieran lejos de mí; pero a cada momento se me ocurrían muchas otras que parecían oportunas y que, para haberlas escrito, se hubieran requerido varios días. Pero les di todos los consejos, hijos de una larga experiencia. Así pasaron los días de espera, el 12 y el 13. Amaneció finalmente el domingo, día 14, en que debían partir. Nos fuimos en coche hasta el puerto. El buque estaba anclado fuera del puerto. Era un barco de la sociedad francesa de transportes marítimos de Marsella. Tomamos una lancha que nos condujo hasta allí. Tardamos media hora en atravesar el puerto y llegar al barco. Una vez al costado del navío, subimos a cubierta por una escalerilla; porque habéis de saber que el buque sobresale mucho por encima de la superficie del agua y hay que subir muchos escalones para llegar a bordo. El capitán señor Guidard, se apresuró a salir a nuestro encuentro, descendió para darme la mano y no se separó de mí, para que no me resbalara y cayera por las escaleras. Imaginaos ahora el buque, que es uno de los mayores. Yo ya había visto muchos barcos, pero ninguno como éste. Era de largo como cuatro veces esta sala. Sí, sí; más que menos ciento cinco metros de largo por once de ancho. De modo que, sobre la cubierta del barco, sin contar el espacio ocupado por las máquinas de vapor, pueden estar y pasearse cómodamente mil personas. El capitán tuvo la atención de acompañarnos a visitarlo todo. He de deciros que viajan varias clases de personas y que los viajeros están divididos en el buque en tres clases, según lo que pagan. Pero yo demostré al capitán que eran cinco las clases. Escuchad. Primera clase es la de los señores: éstos tienen toda suerte de comodidades en la mesa y en el adorno de las habitaciones, como lo tendrían en un hotel de lujo. La segunda ((**It11.404**)) es para personas menos acomodadas, pero que pagan todavía bastante y también reciben un trato muy esmerado. La tercera clase, la más numerosa, es la de los que pueden pagar poco. Para éstos no abunda tanto la comida; las maderas (**Es11.343**))
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