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Hace ya bastante tiempo, mis queridos amigos,
que no nos hemos visto. Salí de Turín el 11 del
mes pasado para acompañar a nuestros misioneros
hasta Génova. Desde allí fui a Niza para arreglar
varias cosas, de las que precisamente quiero
hablaros. Esta noche os contaré algunos detalles
de la partida de nuestros misioneros.
El jueves, 11 de noviembre, salimos en el tren
a las siete y media de la tarde y llegamos a media
noche a Sampierdarena. El viaje fue bueno,
hablamos un rato de varias cosas; se hizo silencio
y algunos durmieron; de vez en cuando se oían los
sollozos mal reprimidos de alguno que lloraba. En
Sampierdarena nos esperaba don Pablo Albera y nos
alojamos en su hospicio de San Vicente. Los dos
días siguientes se dedicaron a ultimar los
preparativos para el viaje: unos debían cumplir
todavía ciertas formalidades para los pasaportes,
otros comprarse algunas cosas necesarias. Además,
había que escribir cartas y dar disposiciones y
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despedirse de la gente de este mundo antes de
partir para el otro (sonrisas generales).
En Sampierdarena se pudo apreciar el afecto que
tenían a don Bosco.
No pude separarme de ellos ni por un momento.
Si iba a la iglesia, me acompañaban a la iglesia a
rezar; si iba a desayunar, venían conmigo al
refectorio; si iba a mi cuarto, a mi cuarto que
subían conmigo; no daba un paso sin que me
acompañaran. Por mi parte os diré que tampoco yo
podía estar sin ellos; de modo que, si no hubieran
ido tras de mí, hubiera ido yo tras ellos. Tenía
muchas cosas que decirles; pero eran más las que
ellos querían escuchar, preguntar y decirme.
Parecía que fuera imposible la separación. Yo
había escrito ya muchas cosas para ellos, como
normas y recuerdos de un padre para cuando
estuvieran lejos de mí; pero a cada momento se me
ocurrían muchas otras que parecían oportunas y
que, para haberlas escrito, se hubieran requerido
varios días. Pero les di todos los consejos, hijos
de una larga experiencia. Así pasaron los días de
espera, el 12 y el 13.
Amaneció finalmente el domingo, día 14, en que
debían partir. Nos fuimos en coche hasta el
puerto. El buque estaba anclado fuera del puerto.
Era un barco de la sociedad francesa de
transportes marítimos de Marsella.
Tomamos una lancha que nos condujo hasta allí.
Tardamos media hora en atravesar el puerto y
llegar al barco. Una vez al costado del navío,
subimos a cubierta por una escalerilla; porque
habéis de saber que el buque sobresale mucho por
encima de la superficie del agua y hay que subir
muchos escalones para llegar a bordo. El capitán
señor Guidard, se apresuró a salir a nuestro
encuentro, descendió para darme la mano y no se
separó de mí, para que no me resbalara y cayera
por las escaleras.
Imaginaos ahora el buque, que es uno de los
mayores. Yo ya había visto muchos barcos, pero
ninguno como éste. Era de largo como cuatro veces
esta sala. Sí, sí; más que menos ciento cinco
metros de largo por once de ancho. De modo que,
sobre la cubierta del barco, sin contar el espacio
ocupado por las máquinas de vapor, pueden estar y
pasearse cómodamente mil personas. El capitán tuvo
la atención de acompañarnos a visitarlo todo.
He de deciros que viajan varias clases de
personas y que los viajeros están divididos en el
buque en tres clases, según lo que pagan. Pero yo
demostré al capitán que eran cinco las clases.
Escuchad. Primera clase es la de los señores:
éstos tienen toda suerte de comodidades en la mesa
y en el adorno de las habitaciones, como lo
tendrían en un hotel de lujo.
La segunda ((**It11.404**)) es
para personas menos acomodadas, pero que pagan
todavía bastante y también reciben un trato muy
esmerado. La tercera clase, la más numerosa, es la
de los que pueden pagar poco. Para éstos no abunda
tanto la comida; las maderas
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