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((**Es11.326**) intercambiar una palabra tan siquiera. Sobre todo don Juan Cagliero, apreciado por los muchachos más que un padre, era el más buscado para las demostraciones de afecto. El ejercicio de la buena muerte llevó a la comunidad entera a una comunión general de inusitado fervor. A las diez, el repique alegre de las campanas convocó a misioneros, alumnos e invitados a una encantadora función: el bautismo de un muchacho de dieciocho años, de la secta valdense, llamado Giovanelli, que había entrado en el Oratorio hacía poco tiempo y que aquel día abjuraba de los errores de Pedro Valdo para entrar en el seno de la Iglesia Católica. Don Juan Cagliero recibió su abjuración y le administró el bautismo sub conditione. Comenzaba así, a los pies de María Auxiliadora, la misión que continuaría más allá del Atlántico. Hacia las cuatro de la tarde era tal la afluencia de fieles a la iglesia que hacía prever un llenazo sin precedentes. Se cantaron las vísperas en simple gregoriano, acoplándose a las notas del órgano cientos de voces juveniles que, bajo las majestuosas bóvedas del templo, resonaban vibrantes, armoniosas y devotas. Anteriormente se había dejado oír otra música en el Oratorio. Al dar las cuatro el reloj, y resonar las primeras notas el concierto de campanas, sacudió la casa un rumor impetuoso con un violento golpear de puertas y ventanas. Se había levantado un viento tan fuerte que parecía iba a derribar el Oratorio. Será casualidad; pero el hecho es que un viento igual sopló el día en que se puso la primera piedra de la iglesia de María Auxiliadora; un viento semejante se repitió cuando la consagración del Santuario; y de nuevo se presentó el día que volvía don Bosco de Varazze después de su enfermedad. Una furiosa ventolera se desencadenó de repente sobre el Oratorio diez días antes de esta expedición, mientras don Juan Cagliero pronunciaba su plática ((**It11.383**)) de despedida; y hubo otra casi diez años después, precisamente en el momento en que le llegaba a don Bosco el decreto de los privilegios. Y cuentan otros que el fenómeno se repitió en más ocasiones, precisamente en momentos que revestían alguna importancia. No nos ha sido posible averiguarlo, pero nos parece que basta lo dicho para recelar que había en el fenómeno algo más que puras causas naturales. Cuando las vísperas llegaron al Magníficat, subieron los Misioneros de dos en dos al presbiterio y se colocaron en medio, en lugares ya preparados para ellos: los sacerdotes, con manteo español y el sombrero de teja en la mano; los coadjutores vestidos de negro y con el sombrero hongo en la mano. Los acompañaban, revestidos de roquete, todos los sacerdotes del Oratorio y todos los Directores. (**Es11.326**))
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