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intercambiar una palabra tan siquiera. Sobre todo
don Juan Cagliero, apreciado por los muchachos más
que un padre, era el más buscado para las
demostraciones de afecto. El ejercicio de la buena
muerte llevó a la comunidad entera a una comunión
general de inusitado fervor.
A las diez, el repique alegre de las campanas
convocó a misioneros, alumnos e invitados a una
encantadora función: el bautismo de un muchacho de
dieciocho años, de la secta valdense, llamado
Giovanelli, que había entrado en el Oratorio hacía
poco tiempo y que aquel día abjuraba de los
errores de Pedro Valdo para entrar en el seno de
la Iglesia Católica. Don Juan Cagliero recibió su
abjuración y le administró el bautismo sub
conditione. Comenzaba así, a los pies de María
Auxiliadora, la misión que continuaría más allá
del Atlántico.
Hacia las cuatro de la tarde era tal la
afluencia de fieles a la iglesia que hacía prever
un llenazo sin precedentes. Se cantaron las
vísperas en simple gregoriano, acoplándose a las
notas del órgano cientos de voces juveniles que,
bajo las majestuosas bóvedas del templo, resonaban
vibrantes, armoniosas y devotas. Anteriormente se
había dejado oír otra música en el Oratorio. Al
dar las cuatro el reloj, y resonar las primeras
notas el concierto de campanas, sacudió la casa un
rumor impetuoso con un violento golpear de puertas
y ventanas. Se había levantado un viento tan
fuerte que parecía iba a derribar el Oratorio.
Será casualidad; pero el hecho es que un viento
igual sopló el día en que se puso la primera
piedra de la iglesia de María Auxiliadora; un
viento semejante se repitió cuando la consagración
del Santuario; y de nuevo se presentó el día que
volvía don Bosco de Varazze después de su
enfermedad. Una furiosa ventolera se desencadenó
de repente sobre el Oratorio diez días antes de
esta expedición, mientras don Juan Cagliero
pronunciaba su plática ((**It11.383**)) de
despedida; y hubo otra casi diez años después,
precisamente en el momento en que le llegaba a don
Bosco el decreto de los privilegios. Y cuentan
otros que el fenómeno se repitió en más ocasiones,
precisamente en momentos que revestían alguna
importancia. No nos ha sido posible averiguarlo,
pero nos parece que basta lo dicho para recelar
que había en el fenómeno algo más que puras causas
naturales.
Cuando las vísperas llegaron al Magníficat,
subieron los Misioneros de dos en dos al
presbiterio y se colocaron en medio, en lugares ya
preparados para ellos: los sacerdotes, con manteo
español y el sombrero de teja en la mano; los
coadjutores vestidos de negro y con el sombrero
hongo en la mano. Los acompañaban, revestidos de
roquete, todos los sacerdotes del Oratorio y todos
los Directores.
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