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acercarse a él. Esa especie de indiscreción, de la
que nadie tiene escrúpulos en casos semejantes,
causó un incidente la noche del 1.° de junio. Don
Bosco había terminado tarde de confesar a los
aprendices y tarde fue a cenar. Daban vueltas por
el patio dos santas señoras de Bolonia, directoras
de un hospital, que habían ido a Turín para la
fiesta de María Auxiliadora y para hablar con don
Bosco. Al oír que a aquella hora estaba en el
refectorio, hacia allá que se fueron a encontrarlo
las dos señoras.
->>Ustedes aquí a esta hora?, exclamó don
Bosco, apenas las vio aparecer.
-Nos hemos animado a entrar con la intención de
hablarle un momento.
->>Pero no saben que a estas horas esto ya es
clausura?
-En realidad no lo sabíamos; y , si a usted no
le gusta, nos retiramos, observó una de ellas.
-Pero es que ha sido don Miguel Rúa quien nos
ha acompañado, dijo la otra.
-Bueno; no las echo fuera, pero piensen ustedes
en la pena incurrenda (en que incurrirán) por
violar la clausura.
Había unas diez personas presentes, así que las
dos señoras quedaron aún más mortificadas. No
creemos que don Bosco pensara seriamente en
amenazar con penas canónicas, pese a que el
cronista hace este comentario: <>. Hasta aquella noche nunca
había puesto allí los pies una mujer durante la
cena ni después de ella. Los que conocen la
extremosa delicadeza de don Bosco, comprenden muy
bien que aquello no podía acabar de otro modo.
No nos apartamos del mes de junio. Los que
vinieron aquel mes al Oratorio, vieron cómo la
casa de don Bosco seguía siendo ((**It11.313**))
siempre la casa de la hospitalidad. Don Bosco no
sabía cerrar la puerta a nadie.
Las dos señoras de Bolonia habían hecho el
viaje acompañadas por el señor Lanzarini, que
había hospedado en su casa de Bolonia a don Bosco,
cuando volvía de Roma, y que entonces, a su vez,
fue huésped del Oratorio durante más de un mes.
Contemporáneamente se hospedaban en el Oratorio
personas de distintas nacionalidades y religiones;
un judío recién convertido al cristianismo, un
católico inglés de unos veinticinco años, deseoso
de aprender latín para ordenarse de sacerdote; un
clérigo de la isla de Malta; un protestante sueco,
joven todavía, que se preparaba para recibir el
bautismo; un francés que había abandonado los
deberes religiosos durante muchos años, y que,
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