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y oficio coral, sino que, además, pudieran salir
al exterior y tomar parte activa en los
ministerios eclesiásticos y, por consiguiente,
estuvieran libres de la clausura y sin obligación
de dedicar la mayor parte del día al coro.
Comenzaron entonces las Congregaciones
eclesiásticas. Fue la primera la de los Teatinos y
vinieron después Jesuitas, Somascos, Escolapios y
muchas otras familias religiosas que se
diferenciaban de las Ordenes regulares por lo que
se ha dicho y, además, por tener solamente votos
simples.
Entre los votos solemnes y los simples hay
estas dos diferencias:
que los solemnes se hacen a la Iglesia y los
simples a los superiores de la Congregación; y que
los solemnes no los puede dispensar más que la
Iglesia, y se dispensan muy raras veces, mientras
que los simples pueden ser dispensados por los
superiores de la Congregación y sin tantas
formalidades.
Como llegaron las cosas al punto de que los
privilegios de las Ordenes regulares habían
aumentado de forma excesiva, Roma decidió no
concedérselos a las Congregaciones eclesiásticas.
Sin embargo, poco a poco, vio la Iglesia que los
nuevos religiosos encontraban a cada paso en su
apostolado trabas que les impedían desenvolverse
expeditamente para promover la mayor gloria de
Dios. Empezó, por tanto, a conceder unos
privilegios, después algunos más, y otros más
todavía, de modo que, al ser manifiesto que las
nuevas Congregaciones eclesiásticas realizaban en
la Iglesia tanto bien como las antiguas Ordenes
regulares y que, desenvolviendo su actividad
principalmente fuera de sus propias casas, se
requerían privilegios mayores aún, se terminó por
conceder a las Congregaciones eclesiásticas, los
mismos privilegios, ni más ni menos, que se habían
concedido a las ((**It11.176**))
Ordenes regulares; más todavía, una vez iniciada
esa corriente, se acumularon privilegios sobre
privilegios sin fin.
A este ritmo se siguió hasta principios del
pontificado de Pío IX, comunicándose dichos
privilegios a las Congregaciones que iban
naciendo; fue la última la Rosminiana. Pío IX
renovó la disposición de que ya no se concedieran
los privilegios en conjunto; y se estableció que,
al surgir una nueva Congregación, solicitara el
fundador los privilegios que creyera necesitar.
Por eso fue don Bosco a Roma en febrero de 1875,
para iniciar las gestiones con que conseguir la
comunicación de los privilegios, como se
acostumbraba en otros tiempos, y, al mismo tiempo,
la facultad de las dimisorias ad quemcumque
Episcopum.
Y éste fue el asunto que trató ampliamente con
monseñor Vitelleschi, secretario de la Sagrada
Congregación de Obispos y Regulares, apenas llegó
a Roma. Ninguno mejor que él podía darle las
oportunas
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