((**Es11.141**)
No se le ocultaba el buen efecto que iba a
producir en sus ánimos el hacerles partícipes de
los intereses vitales de la Congregación y
referirles personalmente las palabras del Papa.
Durante los días 14, 15 y 16 de abril se
celebraron seis conferencias;
cinco fueron privadas y una, pública.
Intervinieron en ellas don Miguel Rúa, don Juan
Cagliero, don Celestino Durando, don José Lazzero,
don Carlos Ghivarello, don Juan Bonetti, don Juan
Bautista Lemoyne, don Juan Bautista Francesia, don
Francisco Cerruti, don Pablo Albera, don Francisco
Dalmazzo y don Julio Barberis, que aparece el
último en el acta, pues actuaba de secretario.
Faltaban don Angel Savio y don Santiago
Costamagna, comprometidos anteriormente en el
sagrado ministerio.
En la primera sesión, comunicó don Bosco con
gran reverencia, la bendición especial del Padre
Santo para los Superiores de la Sociedad y,
después de manifestar a los presentes los motivos
de su viaje a Roma, les expuso la situación actual
de las cosas, como quien esbozaba un cuadro que
iba ilustrando con sus luces y sus sombras. Había
encontrado en Roma vivas simpatías en las altas
esferas, aun en las más encumbradas, pese a los
desfavorables informes que llovían en abundancia
desde Turín.
A este propósito hizo sacar del archivo y leer
algunos documentos reservados, para que se viera
con claridad en qué aguas se navegaba y con cuánta
prudencia había que proceder en el gobierno de las
casas.
Ya hemos sacado datos del acta de esta sesión
para las ((**It11.159**))
narraciones precedentes, y tomaremos algunas más
para el capítulo noveno;
así que ahora seguimos adelante.
Don Miguel Rúa presidió la segunda sesión. La
lectura del acta de la conferencia, tenida en
enero, puso sobre el tapete una cuestión que hoy
hace sonreír, con la sonrisa de benevolencia, con
que se miran las cosas de la infancia. Sería el
caso de repetir más de una vez la misma
observación en las narraciones subsiguientes.
Es necesario mirar las cosas por su verdadero
lado. Don Bosco no fue un hombre que presentara
proyectos ya estudiados y acabados, para
ejecutarlos sin más; por el contrario, echaba la
humilde simiente en el terreno propicio y vigilaba
cautelosamente cómo enraizaba bajo tierra, cómo
brotaba al exterior y cómo crecía el tallo y se
ramificaba.
Su mayor obra, la Congregación, nació de un
granito como el de mostaza del Evangelio y no
creció prodigiosamente a saltos, sino poquito a
poco, con unos pobres principios y por grados. En
los tiempos de la historia que narramos se
robustecía todavía su tierno tallo y empezaba a
tender tímidamente sus primeras ramas, con la
ayuda del
(**Es11.141**))
<Anterior: 11. 140><Siguiente: 11. 142>