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de Obispos y Regulares, llegado de Roma a Turín la
semana pasada. Pero inútil. El contesta que los
cánones le dan derecho para aceptar a cualquiera
que desee ingresar en su Congregación y que,
habiéndose aconsejado en Roma (no sé por quién),
le dijeron que él no debe impedir las vocaciones,
ni parar mientes en que la mayoría de mis
seminaristas, o más bien todos los que entran en
su Congregación sin mi beneplácito para quedar en
ella algunos años, mientras sacan algún provecho,
no es por vocación al estado religioso, sino
porque encuentran la disciplina de don Bosco menos
severa, o porque prefieren dárselas de maestros y
asistentes en su Congregación, antes que llevar la
vida de simples alumnos en mi Seminario, o por
motivos económicos y también por cierto desprecio
de la Autoridad que dirige el Seminario.
((**It10.850**)) Por
ejemplo, un tal Torrazza, clérigo durante algunos
años en mi Seminario, avisado varias veces de que
su conducta no era la que corresponde a quien
quiere llegar a ser un buen sacerdote, y sin
corregirse nunca, le advertí en las vacaciones del
año pasado que dejara la sotana. En vez de acatar
el juicio de su Pastor, fue a don Bosco y éste,
sin decirme una sola palabra sobre el caso, lo
recibió en su casa de Casale; y yo me enteré de
ello por casualidad.
Este modo de proceder evidentemente da motivo a
los seminaristas rebeldes para envalentonarse
contra el Rector del Seminario y contra el
Arzobispo. Ya que los desobedientes, cuando son
corregidos y amenazados, dicen a sus compañeros y
aun a Superiores: Yo sé adónde ir en el caso de
que me echen del Seminario; don Bosco está ahí
para recibirme; y, a despecho del señor Arzobispo,
me veréis en el altar, en el confesonario y en el
púlpito. Que es lo que explícita e implícitamente
repetía dicho clérigo Torrazza, y lo que hace dos
años decía el clérigo Rocca, salido a mitad de
curso del Seminario, insalutato hospite (sin
despedirse) y recibido inmediatamente por don
Bosco. Lo mismo sucedió hace dos años con el
clérigo Milano que, mientras estaba en mi
Seminario, recibió una carta del Rector de una de
las casas de don Bosco, invitándole a ir allá para
hacer de maestro. Sin decir una palabra a nadie,
sin certificados de ningún género, fue allá sin yo
saberlo, y fue recibido. Dos años después salió
por negarse a hacer los votos, y volvió a mí
pretendiendo que le convalidase los dos años que
había pasado haciendo de maestro y sin estudiar
filosofía o teología.
Pero éstos no son más que ejemplos de lo que
hubiera sucedido cada día en mi seminario, si yo
no hubiese ofrecido la resistencia, que juzgaba y
juzgo es mi grave deber emplear.
Permítame, Santidad, que establezca algunos
principios, que me parecen evidentes, y saque
después las conclusiones prácticas que lógicamente
se desprenden de ellos.
1. La primera y más importante necesidad de la
Iglesia es que en todas las parroquias haya
párrocos llenos de espíritu de Dios y dotados de
la doctrina necesaria a su posición; pues hoy en
día todos los lugares, aun los más apartados y en
otro tiempo solitarios, están en contacto de mil
maneras con los desbarajustes del mundo; y que
estos párrocos sean ayudados por un número
suficiente de sacerdotes santos y doctos.
2. Si los párrocos y sus coadjutores no fueran
tales, resultaría que un defecto tan grave como
éste no lo remediarían los Regulares por muy
doctos, santos y numerosos que fuesen, pues su
actuación debe limitarse a pocos lugares; y su
asomarse de vez en cuando a una parroquia se
asemejaría al aguacero que llena las zanjas de
agua e inunda los campos por un rato, pero no a la
lluvia lenta ni al rocío que, a lo largo de todo
el año, riega la tierra y la hace fértil y
fructífera.
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