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que se nos pedían; entonces añadió el Arzobispo
que quería examinar él personalmente cuarenta días
antes la vocación, la fecha de ingreso en la
Congregación, qué votos habían hecho, dónde habían
cursado los estudios primarios y superiores; por
qué motivo querían abandonar la diócesis para
agregarse a una Congregación, etcétera, etc.
Es algo insólito, que molestaba mucho a las
vocaciones de nuestros alumnos.
Sin embargo me sometí y, haciendo venir de
bastante lejos a los ordenandos, los presenté al
escrutinio que se nos exigía. Se manifestó
satisfecho de todos, pero no se quiso admitir a
otros a las Ordenaciones.
-Estas cosas, decía él, bastan para los
alumnos, mas no para el superior. Yo quiero que el
superior declare de un modo normal que, en lo
sucesivo, no aceptará en ninguna de sus casas a
ningún clérigo o sacerdote que haya pertenecido al
clero de Turín.
Quise acceder a esta demanda, aunque estuviera
fuera del derecho, pero especifiqué en la
declaración que esta declaración se entendía como
hecha de modo que en nada contraviniera las
prescripciones de los sagrados Cánones emanados
para tutelar la libertad de las vocaciones
religiosas.
Desagradó esta cláusula y se negó en absoluto a
admitir los candidados a las ordenaciones.
Se hicieron otras preguntas parecidas y
contestó que desaprobaba los votos trienales y no
reconocía autoridad alguna en el Superior de la
Congregación Salesiana.
Se demostró que las peticiones hechas estaban
de acuerdo con el decreto de aprobación, del 1 de
mazo de 1869, cuya copia existía en la Curia
Episcopal, más otra copia que había sido entregada
en sus propias manos con las Constituciones.
Replicó que no se acordaba de nada; y que, por
tanto, se le enviaran nuevas copias. Se le envió
nueva súplica; pero nunca contestó nada. Así
pasaron dos años sin querer, con grave molestia y
daño para la Congregación, admitir a ninguno a las
sagradas órdenes. Después de la aprobación
definitiva de las Constituciones, se le participó
todo lo concerniente, y se renovó la petición de
órdenes. Respondió que no quería acceder hasta no
haber visto el decreto de concesión de las
dimisorias. Se lo presenté: lo leyó y después
añadió que no quería pronunciarse por el sí, ni
por el no, hasta que no se hiciera copia auténtica
del decreto, llevado a la Curia Arzobispal.
Se observó entonces que esto iba en contra de
lo que suele hacerse en las órdenes religiosas y
en las congregaciones eclesiásticas y que debería
ser suficiente mostrar los documentos a quien
correspondiese; tanto más cuanto que ya habían
sido presentados dos rescriptos del decreto, tras
las peticiones hechas a la Curia Eclesiástica, y
se extraviaron con verdadera molestia para
nosotros sin jamás lograr tener noticia de ellos
de ningún modo.
Manteniéndose él constantemente en su posición
negativa, pensé decirle ((**It10.824**)) que yo
estaba autorizado para dejar ver el decreto a
quien fuere preciso, mas no para dar copia del
mismo a nadie. El se mantuvo en su negativa.
Le rogué, le supliqué no aumentara los muchos
disgustos que ya tenemos los dos por otros
motivos. No mudó de parecer.
V. E. puede comprender fácilmente el daño o
desaliento que produce este proceder a una
Congregación pobre y naciente. Si al menos
supiésemos la causa, pero nadie pudo saberla.
Esta es la sencilla exposición de los hechos,
que brevemente le he descrito después de ponerme
ante la presencia de Dios y con los ojos dirigidos
al crucifijo.
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