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La humildad del pueblo natal pareció acentuar
en María la nota singular de su carácter. Tenía
inteligencia despierta y aguda, voluntad recta y
resuelta, amor y fervor por las prácticas
religiosas. Esos fueron los primeros destellos
luminosos que fue irradiando con admiración de sus
paisanos, al tiempo que crecía en el conocimiento
de las cosas del cielo y de lo que es defecto o
virtud, de una forma como raras veces sucede en la
primera edad.
Empezó enseguida a mortificar la gula, a huir
de la vanidad en el atuendo, a combatir el amor
propio, a escuchar con fruto la palabra de Dios, y
a frecuentar el catecismo, con tal provecho que se
distinguía hasta entre los muchachos, y se ganaba
siempre las máximas calificaciones.
Con el firme propósito de huir del mal y hacer
el bien, se preparó para la primera Comunión; y,
desde el día en que recibió a Jesús en su corazón,
creció tanto en su amor que muy pronto sintió la
necesidad de recibir a diario la sagrada
eucaristía. A los quince años, espontáneamente,
prometía a Dios guardar durante toda la vida la
pureza virginal.
Cambiaron sus padres de vivienda y fueron a
habitar en un collado del caserío de los
Mazzarelli, concretamente en la alquería, llamada
la Valponasca. La habían alquilado sus padres a
los marqueses Doria. Para ir a la parroquia tenía
casi una hora de camino por la carretera vecinal y
no menos de media hora por el atajo. Edificaba ver
a aquella humilde hija de los campos ir tan
temprano cada mañana a oír misa y recibir la santa
comunión. Ni el cansancio del día anterior, era
una trabajadora tenaz, ni el mal tiempo, ni el
bochorno del verano, ni el frío del invierno,
lograban impedírselo. Para despertarse ((**It10.577**))
temprano, dormía a veces vestida en el suelo, o se
ceñía apretadamente la cintura. Apenas se
desvelaba, si hacía buen tiempo, llamaba a una
hermana y, si el tiempo era malo, salía sola,
ansiosa de llegar la primera a la iglesia y dar a
Jesús el primer saludo.
Sólo por este motivo salía siempre temprano, y
cuando encontraba el templo todavía cerrado, lo
que sucedía a menudo, se arrodillaba en las gradas
de la iglesia, como otro Domingo Savio, y adoraba
y rezaba hasta que abrían la puerta. Le sucedió
más de una vez llegar a la parroquia a eso de las
dos y media y aun a las dos de la noche; y
entonces, después de rezar largo rato, se sentaba
y descansaba un poco, íhumilde y sencilla como una
paloma!
Después de oír misa y recibir la comunión,
volvía a casa y emprendía diligentemente el
trabajo con insuperable actividad.
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